TITULO:
¡DESPIERTA MAMA!
SEUDONIMO:
AGREB
Una
mujer que tiembla por llevar sometida, por haberse dejado someter, durante diez
años, y despierta de su pesadilla por una voz inocente que le reclama.
La
fuerza de una mujer que es capaz de salir de su escondite.
La
importancia de ser persona y no sólo ser mujer.
La
historia contada en primera persona. Sin nombres y sin rencor.
Contar
como su miedo se convierte en decisión.
Y
un hijo que entiende con los años, el sacrificio y el valor de su madre, y lo
cuenta desde su perspectiva, entrecruzando los recuerdos y las historias.
PRIMERA
PARTE: DEL SUEÑO A LA REALIDAD. La madre cuenta.
¡DESPIERTA
MAMA!
-¿Duermes mamá?, preguntaba mi hijo
de 5 años, ¿duermes?....
Yo
estaba en ese momento, en aquel día blanco lleno de luz y color, que iba a
complicar mi vida sin entonces sospecharlo.
Yo
soñaba con la vida que hubiera querido llevar y no pude o no quise hacerlo.
Yo
estaba desesperada y atrapada por mi propia insuficiencia y mediocridad en la
más absoluta de las miserias humanas, torturando mi mente con ideas asesinas.
Yo
quería que todo aquello fuera un sueño, o incluso una pesadilla de la que
pronto me despertaría.
Y
allí estaba aquella criatura indefensa y dependiente preguntándome ¿duermes
mamá?.
Me
hubiera gustado llorar con él, de la misma manera que él lloraba conmigo, y
compartir, así juntos, nuestras tristezas.
Me
hubiera gustado decirle, qué era lo que me tenía abandonada a la cobardía de una
vida sin sentido y ahogada en un sentir profundo lleno de victimismo y
desesperación.
Hubiera
querido cantarle para que, cantando, se me fuera la pena, y no tuve fuerzas.
Hubiera
querido que él no me viera así, y le dije:
-
No cariño, no duermo. Estaba esperando a
que te despertaras tú.
Esa
enorme mentira, se me hacía intolerable, pero era necesaria para poder mantener
nuestra gran mentira, la otra mentira.
Ya
ni sabía cuánto tiempo hacía que vivía en mi propia mentira. ¿Diez años?,
¿menos?.
Recuerdo
la ilusión de aquellos primeros días llenos de vida y optimismo, de ilusión y
proyectos.
Todo
parecía que iba a salir tal y como nos habíamos imaginado, tal y cómo lo
habíamos diseñado y prometido.
Tampoco
sé muy bien cuando empezó a torcerse, o cuando empezó a irnos mal. Quizás
siempre fue igual y nunca me di cuenta, o nunca quise verlo así. Ya no lo
recuerdo.
Y
sigo pensando que aún puede cambiar, que aún hoy, todo está bien y es
tolerable, que algún día, todo será como lo sueño, como en mis sueños, una historia
real llena de dulzura y ternura. Una historia parecida a los cuentos, con un
final feliz.
Porque
él, aún equivocado, cambiará. Porque él se dará cuenta de que lo que hace
es un error. Porque él entenderá que su
vida sin mi vida no tiene sentido. Porque él sabrá que yo soy la mujer de su
vida, y porque él entenderá que sin mí nada puede tener sentido.
-
¿Desayunamos mamá?
¡Pobre
de mí!, pensé, ¡que mala madre soy!, no sirvo para nada. Esta criatura pensará
que no le quiero. ¡Caramba son ya las nueve! Este niño tiene que desayunar. Me
he olvidado de que estaba conmigo. Siempre me pasa igual, por eso él siempre me
dice que no sirvo para nada, ni siquiera, para ser madre, y va a tener razón,
¿cómo puedo olvidar a mi niño? Si no hay nada que quiera más… Y sé
perfectamente que debo ajustarme a sus horarios. Para eso soy su madre, para
eso quise tenerlo, para eso soy quien le cuida y quien le educa. Ese es mi
trabajo, y ahora absorta en mis pensamientos me había olvidado por entero de
él….pero esto ya me ha pasado otras veces…
-
¡Vamos cariño!, nos haremos unas
tostadas y un chocolate, que hace mucho, mucho frío.
Sí,
quizás sea cierto que no sirva para nada, pero al menos le haré unas buenas
tostaditas con mermelada y mantequilla, que le gustarán, y luego jugaremos un
ratito a lo que quiera antes de ducharme…
¡Cómo
me gustaría poder salir a dar un paseo!, pero, tengo que estar en casa cuando
él llegue, no le gustaría que saliéramos y no encontrarnos en casa a su vuelta.
A veces le digo que me gusta salir a dar una vuelta con el niño, aunque él no
esté, pero él dice y con razón que el niño puede correr peligro, que yo no soy
capaz de cuidarle correctamente, que pueden atropellarnos o atracarnos, que los
perros de la zona nos ladrarán y nos asustaremos, y que mejor le esperemos a
que llegue, para salir los tres juntos. Y yo sé que tiene razón, así que lo
esperamos. Bueno a veces me escapo un rato al parque con el niño, porque es un
niño y necesita jugar, pero lo hago a escondidas cuando sé que no vendrá y que
no me verán, para que no se lo pueda contar nadie. Así me ahorro alguna bulla.
Él
ha salido con los amigos. Lo hace todos los viernes. A veces me gustaría salir
a mí también. Salir con él, claro. Pero él dice que los viernes son para salir
con los amigos, y que no va a salir conmigo y dejar a sus amigos, que además no
tenemos con quien dejar al niño. Yo creo
que el niño ya es grande y le encantaría poder quedarse en casa de mi madre o
mi hermana, con mis sobrinos, pero él dice, que no, que el niño se tiene que quedar
a dormir en su casa con nosotros, y que nosotros ya tenemos bastante tiempo en
común, y que no tenemos por qué salir a cenar o dar un paseo. Que nos va bien
así como vivimos. Y tiene razón.
Yo,
aunque ahora me queje, estoy bastante contenta con mi vida y mi matrimonio. Mi
hermana me dice que no estoy bien de la cabeza. Que le digo primero que soy
infeliz, que me gustaría otra cosa para mi matrimonio, y que luego le digo que
estoy contenta con él. Que mi vida no tiene aliciente, ni sentido, que me paso
todo el día en casa, al cuidado de todas las tareas, que no salgo ni tengo
amigas, que tampoco salgo con él ni siquiera de vez en cuando, que me dedico
por entero a mi hijo, y que no tengo vida, ni emoción, ni dignidad. Yo no la entiendo
cuando me habla. Porque tengo un hogar, una casa en la que vivir, un hijo al
que cuidar, y un marido. ¿Qué más puedo pedir?
Sí,
ya sé que no es cómo el suyo, que está en casa todas las tardes, hace las
tareas con sus hijos, le compra flores, la llama de vez en cuando para ver cómo
está, o para nada, simplemente para hablar con ella, que salen juntos a cenar
todas las semanas, dejando a los niños con mamá, y que siempre se les ve
alegres y felices, pero no tiene esta casa, ni este jardín, ni esta piscina, y
tampoco este coche en el que voy a recoger a mi hijo al cole. Yo creo que se
confunde, tengo que ser feliz.
Ella
dice que es feliz con lo que tiene, ¡pues yo también!. Tengo mucho más, y por
eso soy más feliz.
Ella
dice que mi marido no puede quererme, que me maltrata, y yo le digo que ¡está
loca!. ¿Cómo me va a maltratar, si tengo todo lo que tengo? Y cada vez que pido
algo, al día siguiente ya lo tengo. El dice que si necesito algo, que se lo
diga, que él me lo compra. Sé que a veces no me siento muy bien, como hoy, que
recuerdo otros días más felices…..pero, estoy bien, tengo todo lo que puedo
desear.
Ella
dice que con eso no será suficiente. Y yo le pregunto ¿de qué hablas?, tengo
todo lo que deseo, y no quiero desear nada más. Él no me pega, ¿cómo puede
decir que me maltrata?. ¿Cómo puede alguien pensar así?
Ella
dice que no sólo se maltrata pegando, que peor es el maltrato que no se ve, y
que no me doy cuenta del daño que me está haciendo. Y yo le respondo que está
loca si piensa así, porque yo soy feliz con mi marido y con mi hijo.
A
veces, tengo que reconocerlo, me gustaría quedarme en el colegio del niño,
cuando lo llevo, y hablar con las otras madres, pero él dice que tengo que
volver enseguida a casa para tenerla bien atendida y hacer la comida de él y del
niño, y que esté todo listo cuando vuelvan a casa. Vienen a la una. Él lo pasa
a recoger y ¡se les ve tan felices juntos!. Entonces es cuando soy más feliz,
porque hay risas en casa, Ellos dos se adoran.
Luego
el niño duerme la siesta, y él vuelve a irse hasta la noche. Nunca llega antes
de que el niño se duerma. Por eso lo va a buscar al cole y viene a comer a
casa, para poderle ver y jugar un rato con él.
Yo
sé que mi vida no es perfecta, pero ¡qué vida lo es!.
Tengo
lo que necesito, lo que quiero, más de lo que puedo desear, no me falta nada, y
tengo un hijo precioso al que cuidar y con el que jugar ¿no es suficiente?
-
¿Dónde está papi, mamá? ¿Cuándo viene
para jugar?
¿Y
ahora qué le contesto?, si ni siquiera yo sé donde está. Siempre que sale,
regresa de madrugada y el niño no se da cuenta que no está, pero ahora son las
nueve y media de la mañana, y aún no ha llegado. No tengo ni idea qué le habrá
pasado, ni dónde estará….pero no le habrá pasado nada malo.
No
le puedo llamar por teléfono, porque la última vez que lo llamé, me gritó
diciéndome que si lo iba a estar controlando siempre, que él era un hombre, y
que un hombre tenía derecho a pasar un rato con sus amigos aunque llegara tarde
a casa, que para eso, él trabajaba como un animal toda la semana, y que sin
embargo yo estaba lloriqueando todo el día por los rincones de casa, sin
ganarme ningún sueldo, que me dejara de boberías, que ya llegaría cuando le
diera la gana.
Y
claro, si me grita ahora con el niño delante ¿qué le voy a decir?. La verdad es
que a veces se me olvida que a los hombres no se les debe decir lo que tienen
que hacer. Lo mismo pasaba en casa con papá, que siempre le gritaba a mamá, que
él hacía lo que le daba la gana, que para eso él era el macho. Nada es
diferente. Sin embargo mamá le respondía, que si él hacía lo que le daba la
gana, ella también lo haría, y daba un portazo, y se iba a casa de alguna
vecina a tomarse un café o a charlar, alguna vez a llorar su malhumor. Yo,
callaba siempre.
-
No lo sé cariño, ahora viene, quizás
haya pasado por el trabajo.
-
¿Un sábado? Yo no tengo cole.
A
ver cómo salgo de ésta, ya no sé qué decirle. Este chiquillo, tiene unas
salidas impresionantes. Con lo pequeño que es…….
Nació
un día gris lleno de truenos. Yo creo que por eso no se oyeron mis gritos. No
me oía ni yo. A lo mejor es verdad que no chillé. Pero no, no puede ser, no lo
creo…. Siempre he sido muy cobarde y cualquier cosa me duele y asusta, así que
seguro que chillé.
Él
parecía una bolita de pelo, porque no había un centímetro que no estuviera
lleno de pelo. Mi suegra me dijo, cuando lo vio que era igualito que mi marido,
y debe de ser verdad, porque a mi madre casi le da algo cuando vio al niño,
¡qué horror! dijo, ¿a quién se parece?, desde luego a mi familia no. Con lo
dolorida que estaba, casi me muero, porque la cara de mi marido se descompuso,
creí que iba a estallar de lo colorada que estaba, pero luego mi padre, le dio
un codazo, y le dijo ¿vamos fuera?, y los dos desaparecieron de mi vista.
-
Ya cariño, pero a lo mejor tuvo que
terminar algo que le quedo pendiente….
Mi
hijo siempre ha tenido algo especial. Yo no creo que se parezca a mi marido. En
primer lugar porque es cariñoso y dice todo lo que se le ocurre por esa
cabecita, habla y habla sin parar contándome todo lo que se le ocurre, cómo le
fue en el cole, cómo se peleó con su amigo, cómo metió treinta goles, cómo le
gusta su compañera de mesa, que es su novia, cómo le gusta ir a casa de la
abuela y de mi madre, cómo le gusta jugar con los primos, cómo le gusta esta
comida, y aquella no, cómo le gusta pasear y jugar en el parque.
El
parque….ya son las diez. Voy a ponerme a recoger la casa y a hacer la comida, y
si no ha llegado entonces, me iré al parque. Sé que no le va a gustar, pero no
puedo dejar al niño encerrado. Y no sé qué más puedo hacer. Sé que se enfadará
y me chillará como siempre, y me dirá que soy una inconsciente y descerebrada,
y me hará sentirme triste, pero luego se le quitará, jugará con el niño, y todo
volverá a ser normal.
Todo
normal…..¡Cómo me gusta la normalidad! Levantarme, verlo en la cama, observar
como respira, oler su extraño olor a perfume desconocido para mi, oír su
ronquido, sentir los pasos de mi pequeño que viene a despertarme, hacerle el
desayuno, vestirle, ir al colegio, tener la casa recogida, la comida, las
tareas del niño, y las series de televisión. Y así uno y otro día.
Mi
hermana dice que es monótono, pero a mí me parece que la normalidad no es
monotonía, sino que así me siento bien y segura, haciendo lo que sé hacer bien,
cuidar a mi hijo y limpiar mi casa. Ella dice que no sabe que va ser de mi
cuando el niño crezca, y le digo que todavía quedan muchos años, y que siempre
podré seguir haciendo lo mismo que ahora, que yo me siento cómoda así. No tengo
que pensar en otra cosa que en lo que estoy haciendo, día tras día, momento a
momento.
La
radio acompaña mi cocina y mis tareas, y me llena la cabeza de sueños
imposibles. Me ayuda a mejorar en aspectos personales, en cómo arreglarme
mejor, en hacer ejercicios de yoga, en conocer otros mundos y otros personajes.
Y la tele, con sus series y seriales, o con esos programas estridentes, me
llena las horas de espera y me entretiene y adormila, mientras uno duerme la
siesta, y otro trabaja o está ausente, y al final del día, cuando el niño
duerme y él llega, le cuento lo que he visto u oído, mientras él come y bebe lo
que le he preparado y protesta porque le cuento tonterías y banalidades.
Entonces
mientras le acompaño, porque viene tan tarde que yo siempre he cenado ya, le
cuento lo que he hecho en casa, o lo que nuestro hijo me ha contado, y vuelve a
protestar porque no le dejo oír el programa deportivo.
La
verdad es que le entiendo, porque viene ¡tan cansado!, que le aburro con tanta
majadería. Entonces le dejo escuchar el programa y me pongo a coser o a leer,
antes de irme a la cama, y mientras él se queda viendo la tele, antes de
acostarme, recojo todo y lo dejo preparado para el desayuno. ¡Cómo me gusta la
normalidad!
-
¿Ya acabaste mamá?
-
Si cariño, vamos al parque
-
¿Y papi?
-
Luego nos recogerá.
Y
le mentí de nuevo, pero esta vez, lo hice consciente de que era la mejor
opción. El debe respetar a su padre.
EL
PARQUE
-
¡¡¡¡¡¡¡¡¡Maaaaaamiiiiiiiiiiiiiiiiii!!!!!!!!!!!!!!!!!
Mira lo que hago.
-
Biiiiiiiiiiiieeeeeeeeeeen, ten cuidado
no te caigas…..
¡Qué
feliz se le ve!. Me gusta verle así, el sol, la luz, la alegría, todo me hace
respirar mejor. Sería capaz de estar aquí horas enteras con tal de verle reír.
Da lo mismo si está solo o con amiguitos, siempre se le ve contento. Y en casa,
parece mustio, juega solito con sus coches y aunque cuando juega con el padre
se le ve feliz, no es tan feliz, como cuando juega en el parque con los
columpios o con los otros niños. Irradia una felicidad que me hace sonreír sólo
con verla.
¡Mira!
Allí está la madre de su amiguito. Sería tan agradable hablar con ella, pero
¿qué le voy a decir? ¿de qué podemos hablar? Yo no salgo de casa, no tengo nada
interesante que contar. Así que me quedo aquí en este rincón, mientras nuestros
hijos juegan. Ella se ve tan alegre y desenvuelta…..allí vienen las demás,
quizás fuera mejor que nos fuéramos, no sea que mi marido haya llegado y se
enfade luego. No tengo ganas de gritos….pero no, ¡es tan feliz el niño! Bien
vale un enfado. Ya le contaré alguna excusa. Se ríen, todas se ríen. Pensarán
que soy un bicho raro, pero no me atrevo a ir donde están riéndose, además
estarán en sus cosas, y no me debo entrometer. Deben haberse hecho amigas en el
parque. Me encantaría participar de sus risas, pero me da ¡tanta vergüenza!.
-
Mami, mami, ven a columpiarnos, ven
corre….
¡Es
tan tierno, mi pequeño!, a veces creo que me escucha los pensamientos. Jamás
deja que me sienta sola. Lo empujo y se ríe…..
-
Más, más…..
-
A mí también…….
-
¡Déjenme subir a mí!
-
¡Yo también quiero…..!
Cómo
son los niños…..no sienten vergüenza, no tienen miedo, viven el momento, no hay
futuro, no hay pasado….son increíbles, y son ¡tan felices!. Me encantaría, que
mi pequeño siempre viviera esa felicidad de ahora….y mira las madres….también
se les ve reír….quizás tengan sus problemas, pero no lo parece, porque ríen. Y
parece que soy invisible. Ninguna mira para acá. Todas parecen confiar que sus
niños están bien. No sé si podría hacer eso. Siempre estoy pendiente del niño,
incluso creo que menos de lo que debería, porque mi marido dice que no me ocupo
de él lo suficiente, que soy incapaz de hacer nada bien, y que tengo que dar
gracias a tener un hijo tan listo, porque con lo boba que soy, no entiende que
no me pasen más cosas con el niño. La verdad es que tengo que darle la razón,
porque no soy capaz de estar a la altura y hacer las cosas que hace una madre
normal……
-
¡Te quiero mami!
-
¿Por qué dices eso mi vida?
-
Porque tenía ganas de decírtelo, y te
voy a dar un gran beso…….
Y
me estampa un beso sonoro en toda la cara, causando las risas de sus amigos, y
luego me abraza y me estremezco pensando en la suerte que tengo de tener un
hijo como aquel. Y seguimos jugando hasta que los amiguitos empiezan a
irse…¿qué hora será? ¡Dios! Las 12, no puedo creerlo… mi marido habrá llegado
ya. ¿Qué disculpa voy a buscar……? Y mientras pienso algo, camino al lado de mi
hijo, con la pequeña mano apretando la mía….
-
Mami, ¿por qué papi nunca viene con
nosotros al parque?
-
No lo sé cariño, por el trabajo supongo
-
¿No es feliz?
-
¿Quién, papi?, si que lo es, pero lo es
a su manera. Trabaja mucho y por eso no tiene tiempo de venir con nosotros al parque.
-
Pero ¿hoy no está trabajando? ¿verdad
mami?
-
No cariño, hoy no trabaja.
-
¿Y, dónde está?
-
No sé cariño, no lo sé, a lo mejor tuvo
que hacer algo, ahora vendrá, seguro que ya está en casa.
-
Pero antes me dijiste que a lo mejor
pasó por el trabajo.
-
Si cariño, porque a lo mejor se le
olvidó algo.
-
Pero mami, ¿por qué no te quiere como te
quiero yo?
-
¿Y por qué dices eso cariño? Papi, si me
quiere. Le cuesta demostrarlo pero si me quiere.
-
No mami. Te grita. Tú me quieres y no me
gritas. Y tú no sonríes cuando está papi. Y en el parque te ríes, cuando juegas
conmigo te ríes, cuando vas al cole, me sonríes. Sólo te pones triste cuando
ves a papi, y cuando estás con él no te ríes.
Me
callé. No podía decir nada. Hubiera estallado en mil llantos. Mi hijo de cinco
años, con su inocencia y naturalidad, había puesto el dedo en la llaga. Nadie
le había explicado que los mayores somos así, que nos queremos aún sin
demostrárnoslo, que se supone que nos queremos porque estamos juntos. Que la
vida de un matrimonio no tiene querer, sólo estar. Y que estábamos juntos por
él. Y yo no iba a explicárselo ahora. Su padre le quería, yo le quería, pero
nosotros ¿nos queríamos? ¿Me quería mi marido?
No
lo había pensado, tenía cosas, pero ¿tenía algo?. Sólo mi niño. Sólo que mi niño
era eso mi niño y, lo tendría con él y sin él. Mi niño era sólo mío, porque yo
había cuidado su cariño, y eso no lo iba a perder nunca. Ese cariño que nace de
estar continuamente pendientes y dedicados el uno al otro, y ciertamente ese
cariño, no lo tenía con su padre. Yo lo sabía, y mi niño lo sabía. Me había
acostumbrado a vivir con él, con mi realidad, con mi fantasía, pero no, no
tenía ese cariño necesario, no era feliz. Y eso ¡me lo había dicho mi propio
hijo!. Su inocencia, valía más que mil estupideces dichas sin sentido. Él me
había vapuleado con una pregunta inocente.
EL
SUEÑO Y LA REALIDAD.
Llegamos
a casa, en medio de esta sorpresa.
Él
no había llegado. Ciertamente era para preocuparse, pero me alegré de que no
tuviera que recibir sus gritos y su desprecio, y me alegré porque en ese
momento lo que menos quería era verlo. Necesitaba pensar, y con él no podría.
Desprecio,
sí, eso era lo que me hacía sentir. O yo se lo provocaba, o yo lo sentía. No lo
sabía muy bien, pero desprecio era la palabra.
Me
puse a hacer la comida del niño y la mía, y pensé que tendría que hacer algo
con mi vida. ¡Qué pánico me entró! Si no sé hacer nada sola. Me he acostumbrado
a depender de mi marido y de mi hijo, y soy incapaz de hacer nada sola. Pero
algo tenía que hacer. No podía permitir que mi hijo siguiera viviendo una
mentira y que creyera que la vida podía ser tan miserable como la que yo tenía.
Tendría que reunir valor para hablar con mi marido, porque aún en mi cobardía
perpetua, mi hijo era mucho más importante que mi sensación de miedo, y por él,
tendría que reunir el valor suficiente de plantarle cara al problema de mi
vida.
Sé
que en el fondo, sabía que lo iba a hacer desde hacía mucho tiempo. Sé que lo
había relegado a un rincón oculto. Sé que no me había mentido aún, viviendo mi
propia mentira, sé que ya sabía que algún día tendría que cambiar, y sé que
esperaba con temor el momento….pero ese momento ya había llegado, quizás mi
hermana tenía razón, pero estaba claro, que si un niño de cinco años había
captado mi sufrir, era evidente que no podía permitir que eso le marcara su
propia vida.
Era
mi responsabilidad y tenía que hacerlo.
Ni
siquiera pensaba en mí, sólo en el niño, ese niño que había sido mi salvavidas
estos cinco años, y no podía permitir que se ahogara en mi propia desgracia,
eso sería como perderme dentro de mí. Era un principio fundamental, salvarme yo
y salvarlo a él. Y él volvía a ser mi salvavidas. Me había encendido el botón
justo, para darme cuenta de que algo había llegado al final. Y con él me iba a
salvar. Utilizaría a mi niño para reunir el valor necesario de decir lo que le
tenía que decir y hacer lo que tenía que hacer.
¿Cómo
iba a empezar?. ¿Qué iba a hacer? ¿Dónde iba a vivir? ¿De qué iba a vivir? No
lo sabía. Siempre podía refugiarme en casa de mi madre. Pero no, eso era dar un
gran paso atrás.
Quería
mucho a mi madre, pero no podía volver a vivir en su casa. Ya no lo soportaba.
La vida de mis padres, todas sus mentiras y traiciones, me olían en esa casa.
Me bastaba con las mías. No sabía cómo iba a sobrevivir. Pero tendría que
sobrevivir, pero no ahogada con las mentiras y las traiciones de los demás.
No
me encontraba capaz de encontrar un trabajo. Nunca necesité trabajar. No tenía
dinero propio. Mi marido siempre administraba todo y me daba lo que necesitaba,
compraba lo que hacía falta en la casa, y si necesitaba más se lo pedía y me lo
daba sin rechistar.
A
veces me decía que gastara menos, que no fuera caprichosa, pero generalmente me
lo daba y se sentía orgulloso de que dependiéramos de él. Otras veces se
molestaba porque gastábamos mucho ese mes y decía que no podía gastar tanto,
que ese dinero era suyo que lo había ganado él, y que se pasaba todo el día
trabajando para que pudiéramos tener dinero, y que él también necesitaba tener
dinero y gastárselo en otras cosas que no eran de mi incumbencia ¡para eso lo
ganaba él!, que era su dinero, y que tenía derecho a gastárselo.
A
mí me quedaban ganas de decirle, que no trabajara tanto y que se quedara en
casa, que al niño y a mí nos gustaría verle más a menudo, más mucho más, que
tener todo ese dinero y todas esas cosas que nos daba, pero me callaba para
evitar discutir.
Bueno
algo haré. Algo sabré hacer. Ya se me ocurrirá algo. Me ha pasado toda la vida
limpiando, cosiendo y haciendo la comida…..pero lo sé hacer bien. Podría
trabajar en eso.
Mamá
dirá que no es digno de mí, pero si tomo la decisión, tendré que independizarme
totalmente. Ahora lamento no haber estudiado. Pero soy joven y puedo hacerlo.
Por
mi hijo encontraré la fuerza, y aunque trabaje primero en casas o en cualquier
sitio, encontraré tiempo para estudiar y formarme. No sé qué estudiaré, pero
algo tendré que hacer, y algo que pueda dejarme tiempo para poderle cuidar.
Ahora
tengo que pensar en qué voy a hacer para ganarme la vida. Sé que él me lo
pondrá difícil, que no querrá que me vaya, no por mí, sino por el niño, y me
pondrá trabas para que no pueda vivir sin él, pero no puedo permitirlo, no
puedo vivir con esta carga, mi niño tiene que saber que se puede vivir siendo
feliz, se lo debo, sólo tiene cinco años, y podrá ver a su padre y a su madre
felices pero por separado, y cuando sea mayor sabrá que lo que nos ha pasado
son cosas de mayores.
No
sé por qué no estoy angustiada por la idea y por qué mi cabeza bulle tan rápido
buscando soluciones. Yo jamás había pensado en ello, y sin embargo, algo dentro
de mí, ya lo había pensado, y ahora yo lo ejecuto.
Tampoco
sé por qué no me preocupa que él no haya llegado. Pero no me preocupa, es más
me alivia, porque puedo pensar.
¡Ay!
la cocina…..siempre me hace descansar la mente de preocupaciones, porque como
tengo tantas ideas para hacer cosas diferentes, mi mente galopa con las ideas
de las comidas y con las de mi vida, y al mezclarse, ambas huelen a lo mismo,
unas veces a cebolla frita y otras a caramelo, y en cualquier caso, sonrío
viendo que todo tiene sentido.
¡La
comida!. Eso es, la comida….disfruto con la comida. Podría pasarme horas y
horas en la cocina. Podría empezar por ahí. Pero trabajar en una cocina me
esclavizaría, y no me dejaría tiempo para mi hijo. No, quizás no sea una buena
idea. Son muchas horas de fogón, y no podría tener un horario adecuado, porque
tendría unas obligaciones y no tendría quien lo recogiera en el colegio.
Bueno,
pues a lo mejo, en un bar de desayunos y hacer algunas cosas, eso sí podría
ser, saldría a tiempo de recogerle. Pero también tengo un horario y unas
obligaciones, y ya se sabe que a veces la cocina se complica, y si se complica
no podría recogerle, claro que también lo podría recoger él, pero no, tengo que
pensar en mi vida sin él. Tengo que pensar rápido, ¡venga, vamos! antes de que
venga, para poder recoger mi valor y enfrentarme a la situación, tengo que
tenerlo claro….bueno vendrá cansado de la noche de juerga y dormirá todavía
unas horas para poder pensar.
-
Mami, ¿Cuándo comemos?
-
Ya mi vida, ya, anda pon los platos y
vamos a comer.
EL
SUEÑO
Sigo
dándole vueltas. Todavía no ha venido. Ya son las dos. No sé si preocuparme.
Quizás se haya quedado en casa de un amigo, pero si los llamo, los asustaré. O
quizás se haya pasado de rosca y se haya quedado dormido en la cama de alguna.
Pero no, no puede ser. Él no haría algo así. Cierto que, a veces, huele a ese
perfume desconocido, que aún no he identificado, y mira que tengo buen olfato.
Pero no sé cuál es. Huele a limón y malva, y no es desagradable. Es tenue, pero
no puedo identificarlo. Y jamás ha venido con la ropa manchada. Es muy pulcro,
y cualquier mancha le pone de los nervios. No, no puede estar con otra. No sé
por qué nunca me ha molestado pensar que está con otra. No, no puede ser, creo
que me paso de rosca. No puede estar con otra. No sería capaz. No, eso no.
Tengo
que tranquilizarme y pensar qué le voy a decir cuando venga. Bueno cuando venga
no, no vendrá en condiciones, se lo contaré mañana con calma. Cuando tanto he
callado, puedo callar un día más.
Sí,
callo. Callo desde que me casé. Me casé enamorada, claro, y aquel día blanco y
alegre, era la mujer más feliz del mundo. Me casaba con un hombre maduro y
encantador, que me adoraba. Cuando nos conocimos, yo era muy jovencita, tanto
que acababa de terminar el colegio, y ya iba al instituto, y él me iba a buscar
a la salida. Aún me veo con las trenzas y conociéndole. ¡Era tan guapo!.
Me
impresionó desde el primer momento, y me halagaba que se hubiera fijado en mí.
Mi madre puso el grito en el cielo e intentó convencerme de que aquello no
podía acabar bien, que se aprovecharía de mi inocencia y me dejaría tirada poco
después.
Mi
padre montó en cólera y me prohibió salir, pero aún así no consiguió que nos
dejáramos de ver. Él me recogía en el colegio, y caminábamos juntos hasta casa,
donde nos despedíamos. Las despedidas eran eternas y las mentiras en casa
también.
Y
así estuvimos dos años, hasta que iba a entrar en la universidad, pero entonces
él me propuso que nos casáramos, y yo acepté encantada. ¡Cómo se pusieron en
casa! Fue una tortura. Durante dos semanas no se oían más que llantos, gritos y
ruegos. Pero conseguí salirme con la mía; les dije que o me casaba o me iba a
vivir con él, pero que estaba decidida.
Temblaba
con sólo pensar en esa posibilidad, aún tiemblo hoy recordándolo, pero ¡tenía
tantas ganas de casarme con él!, que utilicé la estrategia del corazón para
conseguir lo que quería, que mis padres lo aceptaran. Al final tras un duro
forcejeo, aceptaron con tal de que la boda no se celebrara por todo lo alto.
Les daba vergüenza que me casara con alguien que me doblaba la edad, y
aceptaron una boda rápida y poco celebrada. A mí me daba lo mismo. Yo sólo
quería estar con él.
El
sueño de un amor constante y maravilloso, duró un mes. Ni siquiera me
desilusioné. Creía que era lo normal. No le iba a contar a mi madre la vida que
llevaba. Ella me hubiera dicho, te lo dije nena, y no tenía ganas de
enfrentarme con mi padre. Mi marido se convirtió en mi protector, y de tanto
protegerme me ahogaba. Al principio creía que era una princesa en una torre, y
me maravillaba que siempre estuviera pendiente de lo que quería, de adónde iba,
de lo que hacía, de con quien hablaba….
Pero
mi sueño iba teniendo tintes de pesadilla, y yo, a pesar de todo, no quería
despertar, ¡lo había deseado tanto!. Sabía que su vida había sido un
sufrimiento constante con la muerte de su padre y la ausencia de su madre, y
creía que poco a poco se adaptaría a mi juventud y a mi forma de ser, pero me
equivoqué.
Poco
a poco me fue convenciendo para que abandonara mis amigas y mis salidas. Dejé
los estudios sin acabar el primer año de la carrera, y me dediqué a las tareas
de la casa. Dejé todo por estar con él, por satisfacerle.
No
tenía ni idea de qué hacer en la casa, de cómo limpiar o qué hacer de comer,
pero él decía que aprendería, y que debía encargarme de mi propia casa, porque
ya era una mujer.
Yo
no me veía mujer, porque seguía siendo una niña. Pero me gustaba pensar en la
responsabilidad de la casa y de encargarme de su vida, y sabía que iba a
cambiar, pensaba que iba a cambiar. Lo he pensado hasta hoy, cuando mi hijo me
despertó del sueño de mi vida.
Quizás
no debiera pensar en ello, quizás ya lo había pensado antes, en tantas
ocasiones de lágrimas y ausencias, en tantos momentos que me sentí vejada y
abandonada.
Él
me fue apartando de la vida que tenía, pero yo no lo veía así entonces. Él me
fue alejando de mi familia, pero yo creía que era por lo que pensaban de él. Él
me fue convenciendo de que mi labor era atenderle, y yo le creí, quería
creerle. Le quería, ¿cómo iba a pensar que me estaba haciendo daño?
Ni
siquiera me extrañó que me dijera que era una inútil que no sabía hacer nada.
Al fin y al cabo, eso era cierto. Yo no sabía hacer la o con un canuto. Era
completamente inútil, pero tenía ganas y fui aprendiendo todo lo que una mujer
tenía que saber, bueno lo que él creía que una mujer tenía que saber.
Ahí
fue donde mi madre, me dio la lección de mi vida, porque a pesar de todo lo que
sufría al verme, se mantuvo a mi lado para que aprendiera lo que yo quisiera.
Me enseño lo básico de llevar en una casa, me enseñó a hacer de comer, me
enseñó cómo llevar la casa, me enseñó cómo manejar las situaciones de
conflicto, me enseñó todo lo que ella sabía, y yo, la veía sufrir en silencio.
Ella
no quería que yo supiera lo que sufría al verme así, pero yo lo percibía,
porque conocía a mi madre. Conmigo era solícita, pero no alegre como ella era,
conmigo se contenía y no me decía lo que pensaba, y ella se caracterizaba por
decir todo lo que se le ocurría, y conmigo se mantenía en una discreta espera
sin preguntarme cómo me iba, ella ya sabía cómo me iba.
Ella
sabía que yo estaba confundida, pero quería ayudarme en lo que yo quisiera,
para que yo fuera feliz. Y se dedicó en cuerpo y alma a enseñarme todo lo que
ella sabía y creía que yo necesitaba saber. Pero lo que yo quería saber, era
cuando él cambiaría.
Crecí
con esta realidad. Había conocido la realidad de mi casa, y ahora que tenía mi
propia casa, conocía otra realidad distinta, que tampoco era mi sueño. Yo me
preguntaba si tendría que pasar mucho tiempo hasta que mi sueño se volviera
realidad, pero poco a poco la realidad envolvió mi sueño, y yo creí que mi
sueño era ese, el que vivía. No sé bien si me resigné o acepté la situación, lo
cierto es que me acostumbré a vivir así……..hasta hoy.
Mi
pequeño, voy a verle, está dormido, qué feliz se le ve….siempre está feliz.
Cualquier cosa le hace sonreír. ¡Qué suerte tenerlo conmigo!
Cuando
era muy pequeñito, se convirtió un día, de repente, en un bebé precioso. Después
de haber nacido con tanto pelo, tanto que parecía un mono, un buen día el pelo
pareció caérsele y se convirtió en un bebé de anuncio. Siempre sonreía. Sonreía
por todo y a todos. Nació cuando llevábamos cinco años casados, y ya creíamos
que no podríamos tener hijos. Nuestra vida era muy aburrida. Vivíamos el uno
para el otro. Bueno yo vivía para él y él vivía para él, salía como ahora,
entraba en casa cuando quería y me decía una y otra vez que era una inútil, que
no servía para nada, que gastaba mucho, que no me encargaba bien de lo poco que
tenía que hacer……
Mi
bebé lleno mi vida de alegría y de momentos. Ya no tenía que preocuparme sino
de él, porque, cuando algo no me salía, decía que el bebé tal o cual cosa, una excusa
tonta cualquiera y desviaba su atención al bebé y ya no discutíamos. Dejamos de
discutir al menos dos años, y me relajé, al mismo tiempo que disfrutaba de mi
bebé. Él dejó de meterse conmigo, pero endureció su postura de no dejarme ir a ningún
sitio, para tener al bebé a su disposición, bueno al bebé y a mí, pero con la
disculpa del bebé, de sacarlo de paseo, de que cogiera el aire, de verlo los
abuelos, de que se reuniera con los primos, del colegio, de reuniones
ficticias…..me fui envolviendo de mentiras para poder respirar aire. Él no se
daba cuenta, porque el niño era tan feliz, y reía tanto y a todas horas, que
hasta durmiendo la sonrisa le llenaba su sueño. Salíamos a todas horas,
respirábamos el aire juntos y cuando llovía, le sacaba en coche, dándole una
vuelta en la que, por supuesto, se dormía.
Yo
no tenía que salir tanto, el no me dejaba, pero me escapaba con excusas
creíbles que él no cuestionaba.
El
bebé era feliz, pero yo había recobrado mi libertad. Cuando volvía a casa,
volvía la pesadez del ambiente, el aire rancio, las obligaciones absurdas, el
ahogo. Pero cuando eso me pasaba, me iba al cuarto del bebé, y le movía los
deditos o le cantaba una canción, y volvía a renacer mi tranquilidad.
Al
principio lo hacía cuando quería evadirme de él, pero poco a poco me acostumbré
a hacerlo a todas horas. El bebé me llenaba de vida. Yo era su madre y él
dependía de mí, pero él me había salvado de morir de tristeza. Y eso que no era
consciente de que me fuera mal. Sólo pensaba en qué habría hecho mal, para que
él no me quisiera, y cómo podría solucionarlo.
Y
esperaba el día que él cambiara y se convirtiera en ese príncipe soñado que
siempre creí que sería. Un príncipe protector, grande y luchador, que me
protegiera, que me acunara, que me transportara, que me llenara de amor. Y eso
que esperaba de él, lo encontraba poco a poco, en mi bebé. Era pequeño y dulce,
y no podría transportarme ni protegerme, pero con su compañía me servía de
aliento y con su demanda cubría mis minutos de ocio sin cansarme de olerle. Su
amor incondicional y egocéntrico captaban mi atención, y no tenía horas en el
día para atenderle. Y sin darme cuenta dejé de soñar…
-Maamii
Su
voz angelical, llena de música me llamaba.
-
Maamiiiiii
-
Ya estoy aquí cariño
-
Me desperté.
-
Si, cariño, ya lo veo.
-
Cógeme, mami, cógeme y levántame hasta
el cielo…..
Su
risa, llena de frescura y color, llenó mi tristeza y mis pensamientos,
-
Vámonos a ver a la abuela
-
¿Y paaaapiiiii?
-
Ya nos llamará luego…
-
¿Vamos en coche?
-
¿No quieres ir dando un paseo?
-
No, quiero ir en la silla de Mickie
-
Vale, iremos en coche
La
silla de Mickie, era la silla de sus primos. La había heredado, y parecía que
se iba a caer a trozos, pero a él le encantaba ir en esa silla en el coche,
porque se veía alto, y jamás dormía, como lo hacían los otros niños, porque sus
ojitos curiosos, no paraban de mirar para todos lados. Miraaaaa, una
montaña….Miraaaa un coche roooooooojooooooooo, mira, mira, mira…..y podía
volverte loca, pero lo decía con gracia, y se entretenía solo.
Mi
madre no vivía muy lejos, y podríamos haber ido tranquilamente caminando, pero
era mejor ir en el coche para la vuelta, no fuera que se cansara y tuviera que
traerlo en brazos. ¡Pesaba una barbaridad!.
Mi
madre se alegraría de vernos. No iba a verla ningún día en concreto, iba un
día, luego no iba en tres días, luego volvía, otra semana iba todos los días,
iba cuando me parecía, cuando tenía ganas o cuando tenía ganas de salir de casa
porque era una disculpa formidable para huir de mi vida. Sumergirme en mi
pasado, en mi cuarto, en mi familia, era una buena opción, no me importaba, me
protegía de mi sueño, de lo que quería conseguir…..mi historia de cuentos.
A
lo mejor incluso iría mi hermana con los niños. Ella sí que iría con toda la
familia, marido incluido. Si mi marido fuera, se pondría como un sargento a
vigilarme, sin embargo, mi cuñado, se ponía a jugar con los niños o a ver un
partido, y disfrutaba igual haciendo una cosa u otra. A veces los hacía rabiar
y se les oía chillar, a los cuatro, el que más, mi cuñado, por supuesto, pero
las risas incontenibles de los cuatro, te provocaban un cosquilleo de placer. Y
cuando empezaba el partido que fuese, allí estaban los cuatro. Pendientes de la
pantalla, comiendo las cotufas que le habíamos hecho y las papas fritas de
bolsa, con un refresco que se zampaban en un santiamén. Bueno mi cuñado se
bebía al menos cuatro o cinco cervecitas, y cuando acababa el partido, entre la
alegría de los niños y la de las cervezas, se ponía a hacernos la cena para los
siete.
Era
un cocinero espectacular, y de cualquier resto sacaba un manjar. Un día, cogió
un arroz que le sobró a mi madre al mediodía, encontró un par de latas, nata en
la nevera, y verduras cortadas a la mitad, y se puso manos a la obra, y casi
nos caemos de espalda, cuando nos llamó para cenar. Con sus pinches, los niños,
había inventado un arroz especial al azafrán, que gustó hasta los niños, y eso
ya es raro, hizo unos montaditos con las verduras, puré de papas para los
niños, que gratinó con jamón y queso, y una ensalada. Y para acabar, preparó
una macedonia natural a la que chorreó con chocolate caliente.
Nos
chupamos los dedos, y mi madre no se lo podía creer. Le dijo que le parecía
imposible que hubiera sacado eso de la nada, pero es que mi cuñado es así.
Si
hubiera estado mi marido, con un bocadillo tendríamos, y lo tendríamos que
haber comprado en el bar de la esquina.
Pero
mi cuñado, ese cuñado, es un hombre excepcional. Se nota que quiere a mi
hermana y a los niños. También a mi
madre. Se desvive por ella, y ella lo quiere mucho. Y sé que mi marido
siempre ha desentonado en esta familia, pero bueno ya es tarde para
lamentarse….¡manos a la obra!
-
Ale hop…¡Vámonos!
LA
REALIDAD.
-
Abuuuuuuuu, te quiero mucho abuuuuuuu
-
¡Hola mi vida!, ¡qué guapo estás!, corre
vete al patio a jugar con los niños….un beso y ¡ala! Adiós. Hola nena.
-
Hola mamá…
Me
miraba, y me traspasaba. Sé que se estaba dando cuenta de todo. Mi madre es
bruja. Siente todos los cambios. Cuando mi padre murió, ella sabía que se iba a
morir. Sintió un escalofrío que le erizó las pestañas, y dijo, sé lo que va a
pasar. Lo dijo rápido y sin pensar, y le preguntamos qué quería decir, pero no
nos contestó. Dos horas después papá ya no estaba. Un coche, un loco, le sajó
la vida a 140 por hora. Ni siquiera se dio cuenta, nos dijeron, un golpe fatal
y adiós. Luego, la llamada del anuncio, los lamentos, el qué va a ser de mi,
quien se lo dice a sus padres, con lo mayores que son, mira aquel que le amargó
la vida, ¡cóooomo se atreve a venir aquí! ¡qué hipócrita!, y la soledad
compartida, hasta que poco a poco, la sonrisa vuelve a la cara, la tranquilidad
a la casa, las visitas se espacian, y los amigos permanecen.
- ¿Vienes
sola?
-
Si mamá, como siempre
- No,
como siempre no, hoy hay algo distinto, lo noto.
- Mamá,
no empecemos, no quiero discutir.
- No
cariño, no voy a discutir contigo, es tu vida y ya eres mayor. Vamos a la
cocina con tu hermana, estamos haciendo un bizcocho.
Que
rico huele la casa de mi madre. Siempre a risas o azúcar. O es una tarta o es un bizcocho, o es la armonía,
pero siempre huele bien. Ella no es una gran cocinera, pero le gusta la cocina
y todo lo que hace, lo hace con mucho amor. Mi hermana heredó ese amor por la
cocina, todo lo contrario a mí. A mí me gusta la cocina, y se me da muy bien,
se hacer de todo, pero…..sin amor, si con obligación, si con devoción, pero sin
emoción. Y ellas, a ellas se les sale el corazón en cada plato, y yo creo que
lo transmiten en los olores que desprenden sus guisos, lo mismo da un pisto,
que unas papas con mojo, huelen a ellas. Yo las adoro. Son coquetas pero
sencillas, y su femineidad, está por encima de cualquier atributo o adorno que
se pongan. Todo parece quedarles perfecto, todo les va como anillo al dedo, y
la única diferencia entre las dos, además del color de su pelo, uno rojo y otro
zanahoria, son las arrugas de felicidad en mi madre, todas las veces que se ha
reído, y todo lo que ha llorado de felicidad. Ella es muy vital, y aún en la
mayor de las tristezas, era capaz de sacar un resultado de felicidad,
convenciéndonos de que de todo se aprende, de que los problemas se ponen
delante de ti para ponerte a prueba y ver hasta dónde puedes llegar.
-
Hola hermanita.
-
¿Qué haces?
-
¡Cómo si no lo olieras!. Un bizcocho
Siempre
me ha llamado hermanita. Ella, que es más pequeña que yo, aunque sólo sean
nueve meses, siempre me ha llamado hermanita, pero claro, es que me lleva casi
10 centímetros de altura, y es un palo largo como mi madre, y yo sin embargo,
aunque no soy una petaca, a su lado, menuda y mas bajita, parezco su hermana
pequeña, y ella ha explotado eso, toda la vida.
-
Hermanita, prueba la masa
-
¡Que rico!, de fresa y chocolate….
-
Siempre has sido un crack para los
sabores. ¡No fallas!
-
Habilidades, guapa, y tú sin embargo
dándole a la cocina…¡se te da tan bien!
-
¡Qué rara te veo hoy! ¿Qué te pasa?
Cualquiera
le dice lo que me pasa, o quizás sea mejor que se lo diga, pero es que no tengo
ganas de oír sermones, hoy no.
-
Estoy cansada. Eso es todo
-
No cariño, eso no es todo, lo sé, pero
ya sé lo que te molesta hablar. Vamos a hablar de otra cosa. Cuando quieras,
aquí estamos para apoyarte.
Mi
madre, bendita sea. Me deja en paz. No podía desear nada mejor. Sé que tengo
que enfrentarme a ellas, a ello. Pero tengo que enfrentarme primero a él. Tengo
que salir sin apoyarme en ellas, y una vez fuera, tengo su apoyo, lo sé. Pero
necesito saber que no dependo de nadie.
No
depender de nadie. ¿Será una utopía?. De joven, de niña mejor dicho, no había
nadie que pudiera conmigo. Hacía lo que me venía en gana. No aceptaba órdenes
ni dictados. Procuraba mantener mis principios y mis ideas a costa de lo que
fuera, y no hacer sufrir a los demás con mis mentiras o mis cosas, sin tener
que faltar el respeto de los demás. La mayor parte de las veces, elegía decir
las cosas sesgadas, de la manera que el otro quería oírla. No les mentía, les
daba mi verdad encubierta y ellos, así no sufrían. Al fin y al cabo, era lo que
querían oír.
Hoy
sé que eso, era una forma hipócrita de ser cobarde, pero al menos funcionaba y
viví muchos años esa forma de vida, sin que los demás se quejaran. Hoy no lo
haría igual por principios y dignidad. Pero hoy aún siendo yo, y la misma, no
lo haría igual puesto que hoy decido ser franca y clara, y entonces oculté parte
de la verdad, pensando en mi interés y en el de los demás, pero, en definitiva,
oculté la verdad, simplemente, la oculté.
No
depender de nadie, y llevo dependiendo de él ¿cuántos años? 10 años, doce años.
Ya no me acuerdo ¿es posible que olvidara mi fecha de aniversario? Fui feliz,
pero hace tiempo que lo olvidé, es cierto.
He
dependido económicamente de él, he dependido emocionalmente de él, y he
dependido socialmente de él. Me olvidé de mi vida, y dejé todo lo que hacía por
un sueño, el sueño de quererme, que me quisieran, de sentirme querida y
protegida ¡que error! Sentirme como una princesa, pero una princesa en la
torre.
Todo
lo que he hecho, todo lo que he sido, desde entonces y por ello, ha sido
siempre una consecuencia de aquello.
De
mi vida, de mi vida real, sólo queda el recuerdo, pero ese recuerdo tengo que
rescatarlo como sea. Yo tengo que poder ser y hacer. Yo soy capaz, como antes
lo fui, y yo tengo un motivo para mi independencia económica.
El
que me cueste, el que me duela, no debe ser un obstáculo insalvable, sólo tiene
que ser una piedra más en el camino que pueda saltarse o rodearse. La economía
sirve para comer y lo material, solo es lo material. Siempre puedo pedir una
ayuda que sin duda me darán, y que sin duda devolveré, pero aún sabiéndolo,
tengo que pensar en qué hacer. Lo pensaré después de aclararme. Ahora estoy
espesa.
He
dependido socialmente, porque sólo hacía lo que me decía que hiciera, y salía
cuando me permitía hacerlo. Me acostumbré a hacerlo por amor, pensando en que
mi doblegarme, era un tributo que le rendía, cuando lo que estaba haciendo era
someterme a su voluntad. Aprovechó mi inmadurez primero, y mi acostumbramiento,
después. Y una vez te acostumbras, y te crees quererlo, crees que lo que haces
es acertado, pero dejas de vivir tu vida, para vivir la vida del otro.
He
dependido afectivamente, porque no tenía sensaciones propias, y todo lo que
hacía lo hacía para agradarle, para que no se enfadara, para que no tuviéramos
conflicto, para que todo fuera rodado.
No
he sido mujer, he sido esposa, he sido compañera, pareja, y ahora madre. Ni
siquiera amiga. Ni siquiera amante. Sucumbía a sus deseos, sin mostrar los míos
porque los míos no eran importantes. Sólo los de él. ¿La disculpa? Él llegaba
cansado, él trabajaba, él, él, él,….siempre él.
Y
ahora que lo pienso, todo estuvo bien, porque estuvo dónde estuvo y duró lo que
duró, pero ahora sé que no es lo que quiero. Ahora ya no.
Mi
pensamiento bulle, mi madre y mi hermana hablan, el ruido me resulta encantador,
pero no puedo escucharlo, estoy en otro lado…..
-
Hermanita, dónde está tu flamante
maridito……..
-
Calla mujer, ya sabes lo mal que lo pasa
con esa sorna.
-
No mamá déjala, le contesto. No lo sé.
No ha venido a casa a dormir.
-
¿Cóooooomo? Saltaron las dos al unísono.
-
¿Y no has hecho anda?
-
¿Y no te has asustado?
-
¿Y si le hubiera pasado algo?
-
¿Y si estuviera con otra?
Se
pisaban las frases, la una a la otra, sin más placer que soltar toda la
verborrea que se les ocurría, sin pensar en mi dolor o mi estupor. Sólo por el
simple placer de elucubrar. O a lo mejor para protegerme de lo que habría de
venir.
Les
oía, pero no les escuchaba, asentía tristemente a lo que me decían, y asistía
tristemente a todo lo que pensaban. Quizás siempre lo habían pensado, y lo
habían ocultado, por respeto a mí y a mi vida. La vida que yo había querido, y
la vida que yo había decidido tener. Yo siempre decidiendo.
Decidí
casarme en contra de la voluntad y criterio de mis padres, y con mi hermana
llorando porque no sabía qué estaba haciendo. Me aislé en mi casa, con mis
tareas y mis historias, mientras ellas me llamaban para salir, para venir a
verme, para que fuera a verlas, negándome la mayoría de las veces alegando mi
compromiso con lo que mi marido quería que hiciera, fuera o viera, o incluso
viviera. Todo en torno a él, sin que él diera la más mínima esperanza de ceder
en mi favor. Todo lo contrario, cada vez, cerraba más el yugo y la esperanza,
la llave y la libertad. Hasta que nació él.
Sin
él, sí que podría haberme muerto, y no de muerte natural, que es más angelical,
no. De la muerte del alma. La muerte del sin vivir progresivo que te deja
exhausta, sin nada. Sin creer en nada o nadie. Sin saber dónde estás, y dónde
tienes lo que tienes. Sin pasión ni emoción. Sin gente ni recuerdos, porque
todo gira en torno al dolor y a la agresión, la agresión de la carne, y la
agresión del espíritu. No porque te duela físicamente, sino porque te hiere y
te quema en los sentimientos, las emociones, la propia vida.
Él
nació y todo se acabó. Todo no, porque siguió la rutina, y el dolor, la desidia
y la agresión. Pero ya no dolía, porque cuando hacía para que doliera, allí
estaba él sonriendo, gimiendo, balbuceando o llorando, para indicarme que había
otra vida, otro mundo, otro sentido.
Él
me trajo la alegría de vivir por algo que valiera la pena, y se me olvidó todo
lo sufrido y todo lo sentido y lo no sentido, todo lo pasado. Y lo enterré.
No
hice ninguna promesa, ni ningún compromiso con la vida, porque ya era bastante
que él estuviera aquí, conmigo.
Entre
los dos hicimos un mundo aparte, un mundo dónde él no entraría, y ni siquiera
el dolor y el desprecio que él me mostraba, importaban en nuestro mundo, era
sólo para los dos.
Y
allí jugábamos o dormíamos. Comíamos o bailábamos. Hacíamos deporte o
dibujábamos. Porque era nuestro pequeño mundo.
Y
así creció. Lleno de alegría, de canciones, de vida, de sonrisas. Y hasta él le
sonreía, le llenaba de amor. Y eso suavizó mi sufrir, y me pareció que estaba
bien. Porque él estaba allí y hacía que su padre se encontrara bien, y
encontrándose bien, no me amargaba mi existir.
-
¡¡¡¡¡Baaaaaaastaaaaaa!!!!!!! No le ha
pasado nada. Ha salido con los amigos, y se ha retrasado, eso es todo.
-
Pero hija, eso no lo sabes…..
-
Sí mamá, lo sé, lo sé, siempre que viene
tarde, no deja de decirme que es su vida, y que hace lo que quiere con su vida
y que no soy nadie para preguntarle….
-
Pero hija, eso no está bien, debe
tenerte más respeto…..
-
Sí mamá, pero no es que no me respete,
es que no me sabe respetar, porque ha aprendido a vivir así. Sin respetar, sin
pensar en los demás, pensando sólo en sí mismo,
-
Pero hija, eso no es vida, deberías…..
-
Ya mamá, ya, no sigas, no sigas, estoy
pensando….
-
¿Qué hija, qué piensas?
No
puedo contárselo. No puedo, sin hablar con él. Ya sé que no se ha portado como
un caballero conmigo, pero eso no es trascendente para mi, es que no puedo, no
puedo, no puedo……..
-
Nada mamá, nada, que tengo que ir a casa
a ver si ya llegó………
-
Bueno mi pequeña,,,,,,como quieras…..
VUELTA
A CASA
-
Vamos, hijo vamos a casa
-
Sí mami, vamos a ver a papi….
Por
el camino iba pensando cómo se lo iba a decir. Estaba hecha un lío. Tenía miedo
como siempre. Sabía qué cara iba a poner, su eterna cara de desprecio. Y eso me
aterraba. Sabía que no me quería, quería olvidar que no lo hacía, y me creía
que una persona como él era normal. Que no me quisiera era normal, ya que
llevábamos casados los años suficientes para que el amor hubiera desaparecido.
Yo entendía que no me quisiese y que estuviéramos juntos por el niño, precisamente
por él, mi pequeño.
Yo no creía merecer su
desprecio. Yo no creo merecerlo. Siento que arroja, injustamente, su
experiencia desagradable, y me hace sentir su ira, creyendo que con ello se
libera.
Pago sus problemas con su
desprecio, con su desamor.
No me duele, porque me da
lástima. Él sufre más. No se arrepiente. Pero sufre más.
Yo creo en la libertad, en la
libertad de elección. Todos la tenemos. Pocos hacemos uso de ella. Pero en
nosotros habita. Y mientras pensaba que le diría….
“Tú puedes estar aquí o no. Tú eliges. No eliges cómo. Pero eliges
donde y con quien, a veces. Y si eliges estar, y lo eliges en libertad, debes
ser consecuente.
La elección está hecha. La libertad maniatada. Y tú lloras. A veces con
la ira, a veces con lágrimas, pero cada vez que alzas la voz, un llanto
profundo te arrebata la razón y cometes un error.
El error de perder la libertad. El error de gritar a los demás. El
error de quedarte cada vez más solo.
Contra eso no lucho, mejor dicho, no batallo. Me gustaría que supieras
de qué hablo. Me gustaría que habláramos el mismo lenguaje. Pero mientras
espero que no me claves la daga, lo que haré será esperar que algún día
escuches. Y si no me puedes escuchar a mí, escuchar a tu conciencia.
La lucha diaria de la libertad y la estupidez, es una lucha constante
que no debe de acabar, porque es la lucha de los tiempos, pero aún siendo una
lucha sin cuartel, no es una batalla, no, si no usas tus peores armas.
Sé que cuando llegue la claridad a tus pensamientos y éstos se despejen,
te sentirás idiotizado por tu propia insuficiencia, y sé que cuando eso suceda,
a lo mejor no estaré para verlo, pero aún así, sé que sabrás que lo sé. Pero a
lo mejor no te llega nunca, ¿Quién sabe?
La vida se encarga de medirte y enseñarte, y a mí, sin importarme mucho
lo que te pase, sin tener que perdonar tus ofensas, ni curar tus heridas,
a mí, también me medirá y me enseñará.
Y estoy preparada”
Mi
pequeño. Gracias a él sonreía aún. Mi pequeño, que había hecho que se
revolvieran mis entrañas. Mi pequeño, que había conseguido despertarme del
sueño profundo en el que me había acomodado. Mi pequeño, la alegría de sentir
que podía seguir adelante. Mi pequeño, esa prueba de amor, que yo quise darle
¿prueba de amor?
Cuando
nos casamos, quise quedarme embarazada de forma inmediata. Estaba ¡tan
enamorada! Pensaba que un hijo nos colmaría de felicidad. Jamás pensé que un
hijo se interpondría entre nosotros. Seríamos un trío perfecto. Saldríamos
juntos y viviríamos felices. Un hijo, preferiblemente un chico, que es lo que
él querría. Un hijo que fuera el vínculo de nuestra unión.
Nosotros
estábamos muy bien juntos, nosotros íbamos forjando nuestra pareja. Es cierto
que no podía salir cuando quisiera.
Yo
hubiera preferido ir más a casa de mi madre, o salir con mis amigas, o seguir
estudiando, o trabajar en algo que me gustara, pero él me convenció de que si
me quedaba en casa, la tendría recogida para él y podríamos vernos más.
Y
a mí me pareció que era una forma de quererme. Cuando empezó a criticar mi forma
de limpiar, de hacer la comida, de planchar, de atender la casa, me pareció que
era una forma de estar pendiente de lo que yo hacía, y me enorgullecía de que
se fijara en lo que yo hacía o en lo que no, y me esforzaba en satisfacer sus
deseos para que estuviera contento.
Al
principio éramos felices, muy felices. Vivíamos solos y aislados, pero felices.
El
niño no venía, y cada frustración se convertía en mis lágrimas y su decepción,
cada vez mayor hasta que comenzó la letanía: no sirves para nada, ni siquiera
para darme un hijo, más me valdría que consiguiera alguien que pudiera tener
hijos, debería dejarte por otra mujer que al menos fuera fértil…..y el dolor de
sus palabras se convertía en nueva esperanza que me permitiera darle el hijo
esperado.
Yo
sabía que podra hacerlo. La sabía. Me lo decía la intuición. Y la
intuición no me había fallado jamás. La
intuición me había llevado hasta él. Lo había visto pasear con otra mujer. Un
día cualquiera a la salida del instituto. Me había llamado la atención
inmediatamente. Si me preguntaran lo que me llamó la atención, no lo hubiera
podido explicar. Me había sorprendido su mirada triste. Me había encandilado su
porte y su traje. Me había encantado su sonrisa tierna. Y me había exaltado la
forma de dirigirse a mí.
-
Niña, ¿me puedes decir dónde está el
Polideportivo?
Su
voz. Siempre su voz cautivadora. Ese sonido armonioso lleno de matices
diferentes. Música. Era música. Siempre música. Mientras le expliqué a los dos,
mirándolos alternativamente, a ella y a él, más a él, lo reconozco, dónde
estaba el Polideportivo, cómo llegar rápidamente, cuántas calles cruzar, cómo
llegar más rápido, etc etc….mi mente se preguntaba que hacía un hombre tan
maravilloso como aquel, yendo a un polideportivo con esa mujer.
Lo
que me chirriaba era el aspecto de la mujer, sofisticado y elegante pero
anacrónico. Y él sin embargo irradiaba elegancia y armonía. Casi como su voz.
Su voz, esa maravillosa voz que tanto me ha castigado. Pero eso pasó mucho
después….
Aquel
día, aquel primer día, aquella pregunta, aquel flechazo….no podría describirlo,
no sabría cómo pasó, ni qué hacer si se volviera a repetir, pero aquel día no
podía olvidar su mirada. Su dulce mirada, profunda y eterna. Llena de candidez
y limpieza. Tibia y penetrante.
Y
con ese recuerdo llegué a mi casa y por ese mismo recuerdo resbalando en mi
memoria, aquel día, no pude hacer nada más.
Y
me levanté con el recuerdo, y el recuerdo me acompañó al instituto, y mientras
estaba con el recuerdo, ¡allí estaba otra vez!. Y estaba sólo. Lo veía sólo.
Miré alrededor y seguía sólo, y no hice nada más que mirarlo.
Podría
haberme acercado, pero creía que acercarme podría romper mi recuerdo, y ese era
sólo mío. No. Seguí mirándolo de lejos. Sólo quería saber qué hacía allí, otra
vez. Me hacía ilusiones, porque no cabía duda que me había impactado. Eso aún
no era la intuición que digo, aún no.
La
intuición me sorprendió luego. El no dejó de volver una tarde y otra, y otra a
la misma hora, en el mismo banco. Y no hacía nada. Nunca hacía nada. Sólo
estaba. Solo, siempre solo. Y un día reuní fuerzas, uní la intuición y el
arrojo y le dije
-
Hola.
-
Hola ¿qué haces?
-
Espero a mi amiga para irnos juntas a
casa. ¿Y tú?
-
Tú eres la niña que nos ayudó con el
polideportivo ¿verdad?
-
Sí. ¿Qué haces aquí?
-
Me gustó este sitio, este banco, y vengo
a ver la salida del instituto. Me llena de alegría. ¡Ustedes son tantos y tan
alegres!
-
¡Qué tontería! Me haces reír, ¿sabes?
-
Me alegro, cuando te ríes eres todavía
mucho más guapa. ¿Tienes algo que hacer ahora?
-
Bueno, balbuceé- esto, mis amigos…..me
tengo que ir a casa….
-
Bueno te acompaño…..
-
No…pero….mis amigos…..
-
Bueno, chica, te acompaño, sólo te
acompaño. Si ellos vienen, vamos juntos, lo que quieras…es sólo por hablar un
rato..
-
No sé, no se…
Parecía
una colegiala. Me llamaba la atención, y me gustaba, pero tenía ¡tan metido en
la cabeza los peligros que nos acechaban…! Al final nos acompañó, pero mi amiga
que sabía lo que me gustaba aquel tío, se las arregló para que habláramos todo
el camino solos, y para que, en un momento puntual, ellos se fueran por una
esquina sin que nos diéramos cuenta.
Yo,
al principio, me apuré un poco, pero luego me relajé y me sentí muy a gusto.
Era un hombre muy interesante, se podía hablar con él. Podía ser mi padre, o
casi, pero se podía hablar con él.
Ni
siquiera me acuerdo de todas las cosas de las que hablamos, pero estaba tan
cercano e interesado por lo que yo hacía, por lo que me gustaba, por todo lo
que me rodeaba, que me fui enredando, y hablé, hablé y hablé, hasta que de
tanto hablar, llegamos a mi casa. Nos despedimos, y él paró un taxi y se fue.
No
me pidió teléfono ni me dijo nada más que adiós. Y yo por un lado bailando mi
alegría y por otro temblando en mi incertidumbre, me preguntaba, ¿lo volveré a
ver?. Me había encantado la conversación y la compañía. Me había sentido una
mujer, no me había tratado como una chiquilla, todo lo contrario, pero tampoco
se había propasado y mi barrera de terror, se había franqueado. Para mí era un
hombre maravilloso, mayor que yo, mucho mayor que yo, pero maravilloso. Y así
me enamoré.
Cuando
le pregunté con los años, por qué había ido aquel día a la salida del
instituto, me dijo que le había hecho gracia una chiquilla como yo. Y que fue
para ver cómo le iría si enamorara a una chiquilla, ya que con las mujeres
mayores, las relaciones no le iban bien. No se acoplaban a sus deseos.
¡Qué
bien me entendió! Yo no deseaba otra cosa que complacerlo, y creo que eso fue
lo que me perdió. Desde que nos casamos me dediqué a complacerlo, a estar a su
servicio, a estar completamente pendiente de sus más mínimos deseos, por
pequeño que fuera, por absurdo que pareciera, todo se me iba en complacerle.
Que si quiero el café de esta manera, que si plancha así la ralla de los
pantalones, que si las camisas tienen que oler mejor, que si este baño tiene
falta de limpiarse, que si al cine no, que no me gusta, que si vamos a casa de
mi madre, pero no me hagas ir a la de la tuya, que no me apetece…..y a mí todo
me parecía bien, bueno todo no, pero cuando algo me disgustaba, pensaba, no
seas idiota, con la suerte que has tenido al casarte con un hombre así. Ni
siquiera me di cuenta cuando me fui apartando de los demás, porque pensé que
eran ellos los que se habían apartado de mí, por casarme con un hombre tan mayor.
¡Qué
confundida estuve! Y ahora me pregunto si no lo supe antes. ¿Es posible que lo
que me haya dicho este niño, mi niño, me haya hecho saltar de esta manera?. No,
yo creo que ya algo se fraguaba, porque parece todo ¡tan natural! Parece que lo
pienso ahora, que lo he pensado siempre así, pero eso no era así, hasta esta
misma mañana. ¡Caramba! Parece que han pasado días, y sólo llevo horas dándole
vueltas a la cabeza. Horas y horas, y ahora temo enfrentarme con la
realidad….decirle a él lo que pienso ¿seré capaz?
-
Máaamiiii….
-
¿Qué cariño?
-
Hace rato que llegamos a casa, ¡Vamos a
bajarnos del coche!
-
Si cariño, perdona….estaba distraída…..
-
Vamos mami, vamos, vamos a ver a papi.
Su
coche no estaba. Quizás por eso me despisté al llegar. Ya eran las seis de la
tarde. Ya estaba siendo todo un poco raro. Ni una llamada. Nada. Me estaba
poniendo nerviosa. A lo mejor, sí que le había pasado algo. A lo mejor no
tendría que decirle nada, porque la vida me solucionaría la papeleta. Pero eso
sería demasiado cobarde por mi parte, y un exceso de responsabilidad para la
vida. Yo tenía que enfrentarme a mi destino y mis principios, ya me había
dejado someter durante demasiados años ¿Cuántos? ¿Diez? ¿Doce? ¡Qué más daba!
Fueran diez o doce, eran años, eran pasado, quedaba atrás, y me quedaba un
futuro por delante, y tendría que enfrentarme a mi vida como fuera, aunque la
vida me fuera en ello.
Era
raro. Más de una vez, había llegado tarde, muy tarde, y bebido, muy bebido.
Tanto, que esos días, roncaba como si una línea completa de trenes pasara por
la habitación. Era tan desagradable que me levantaba de la cama cuando llegaba,
y me iba a la habitación del niño. Allí, el ruido amortiguado, me dejaba dormir
un poco más, un poco mejor. El ruido y su olor. Ese olor dulzón y nauseabundo
que olía a limón y malva y que yo no sabía identificar, y que aún teniendo que
ser muy agradable (debía de ser así), a mi me olía a náuseas. Quizás, porque
entendía el significado. Quizás, porque me asqueaba que pudiera besar al niño
de esa manera, bebido y traicionándonos. Quizás, porque veía peligrar el sueño
en el que ya no soñaba. Quizás, porque no quería ver que lo que era y se veía
evidente, se hiciera evidente. Quizás, porque prefería una gran mentira que me
convenía. Quizás, porque mi cobardía era mayor de lo que creía. Quizás…..quizás
te diría que
“Ella,
ella no te quiere, no me digas como lo sé, pero lo sé. No se quiere poseyendo y
ella vive esperando que vuelvas. Ella te deja, pero para obligarte a volver.
Ella te da pena porque ha sufrido, antes de conocerte y cuando ya estábamos juntos, pero ella tenía que saber que tú
estabas conmigo antes que con ella, que tú vivías conmigo y no lo aceptó, lo
quiso cambiar. Ella te hizo ver que sufría y te hizo sufrir, y cuando alguien
quiere de verdad, es generoso. No se tiene amo,r si no se ha tenido tiempo para
cultivarlo, y sólo se ha cultivado el deseo. Ella no te quiere, sólo quiso
hacer lo mismo que le hicieron, y si tuviera agallas, se hubiera dado cuenta lo
que te hacía a ti y a mí, y si te quisiera de verdad, no te hubiera hecho daño.
Una
mujer cuando le ofrecen pasión, lo abraza porque gana a otra, compite con otra.
Esa mujer es mujerzuela. Y una mujer que quiere no exige. Tampoco abandona.
No
es valor lo que tuvo, fue cobardía porque tomó el camino fácil, irse porque fue
sustituida. Y sí te creó a ti ese efecto mariposa, sólo fue porque estaba en el
momento justo en el sitio perfecto en el lugar equivocado.
Y
yo pido por ella, porque sea feliz, porque es un ser humano, pero te ha
confundido y a poco que pueda te envolverá y te creará problemas, por eso
espero que no pueda hacerte daño, eso no se lo voy a perdonar, ya te lo ha
hecho y además lo ha hecho con la peor de las intenciones, hacerte reflexionar,
y eso amigo, eso no se hace, por tanto la percibo manipuladora, egoísta,
exigente, acaparadora.
No
te lo digo porque no lo entenderías, pero así, pensándolo, diciéndolo a mí
misma, canalizo mi miedo a que puedas caer en una red que te fue tendiendo y si
cayeras, estaré a tu lado tendiendo la mano que puedas necesitar y si por
casualidad me equivoco ya de antemano le pido perdón, pero es que sé, que las
personas bondadosas no hacen sufrir. Y lo que si hacen las perversas (o las
estúpidas) es hacer sufrir a los demás haciéndoles culpables de su sufrimiento.
Ojala no tengas que arrepentirte de ello. Pero esperaré que el tiempo lo ponga
todo en su sitio. Total, no tengo otra cosa que hacer”
No
sabía cómo era ella. Pero sabía que había una ella. Siempre lo había sabido. Y
no sabía si era una ella, o muchas ellas. Daba lo mismo. Sé que no quería
creerlo, no quería sentirlo, pero sabía que existía. Y daba igual como fuera o
cómo se llamase. Existía. Es posible que fuera del trabajo, o es posible que
no. Es posible que fuera de su círculo social, o quizás no. Es posible que la
hubiera conocido aquí o allá…..Existía. Siempre lo supe. Lo supe por cómo me
miraba, o mejor dicho, por cómo no lo hacía y esquivaba la mirada. Lo supe por
cómo venía, enardecido o sometido. Lo sabía aún queriendo ignorarlo.
No
sabía ni cuanto, ni cómo me afectaba, no sabía si era una trivialidad o algo
serio, pero sabía que existía, y su mirada lo traicionaba, sus palabras me
hablaban de ella, y su dolor, era mi dolor.
Al
principio creí que me iba a volver loca. Pero coincidió con el momento de mayor
desprecio hacia mí, coincidió que tardaba más en volver a casa, que su ausencia
era mayor estuviese o no presente, y que la relación con su hijo era más fría y
menos intensa, en cantidad y en calidad. Su alejamiento, se acentuaba. Su
egocentrismo, se afilaba. Su virulencia, se aumentaba. Su crueldad, crecía. Su
asco, se manifestaba sin el menor pudor. Y casi era mejor que no estuviera en
casa, porque cuando no estaba lloraba, pero cuando llegaba, temía su dolor en
mi dolor. Sabía que iba a marcharse.
Yo
había hecho todo lo que me pedía, me alejé de todo lo que podía ponerse entre
los dos, había tenido ese hijo, para mejorar nuestra relación y él se revolcaba
en la vida de otra, o quizás de otras mujeres. No me atrevía a preguntarle.
Nunca le preguntaba nada, porque su ira podía ser tan mortal como su desprecio.
Yo
sabía manejar la situación en silencio, soportando su ausencia, pero reconozco
que quería poner fin a tanta vejación. Lo que hoy entiendo, es que la forma que
elegí, no fue la adecuada.
Tenía
que haberme marchado y no soportar una situación que se me venía encima, con
aquella indignidad tan impropia de mí. Y sé que soportar el silencio para que
los demás no sufrieran, el aceptar tal situación, para evitar conflictos, el
desear que cambiara para que acabara rendido a mis pies, como en mi sueño de
princesa, no fue la mejor solución. A partir de eso el sometimiento fue mayor y
él confundió todo eso con mi rendición, y empeoró su exigencia. Chillaba más,
exigía mayor atención, toleraba menos los errores, y ahuyentaba el poco cariño
que le tenía.
Seguía
esperando que todo cambiara (en realidad seguía esperando hasta esta mañana),
pero nada cambió. Por lo menos nada cambió a mejor.
Quizás
por eso hoy estoy aliviada pensando en su ausencia, porque pensar en su
presencia, a pesar de su lejanía, me provoca un temblor en el ánimo que bloquea
mi pensamiento y sólo puede hacerme recordar que soy una mujer, una simple mujer,
cuyo único conocimiento y valor es ser madre.
Y
sí, sé que eso es lo que me ha puesto las pilas, para pensar de este modo y
poner, en marcha, una solución que esperaba hace tiempo, y que temía encontrar.
En parte, porque ha sido mi vida, la que se ha puesto en juego. En parte, porque
la vida de mi hijo, es lo que más me ha importado. En parte, porque no he
querido a nadie más. En parte, porque me he enfrentado a mi familia, y me he
alejado de ellos y de mis amigos por el amor que sentía por este hombre.
Y
sé que me he anulado ante este hombre, y lo hice consciente de que estaba bien,
ya que cediendo conseguiría que se encontrara, él, bien.
Y
sé que me he sometido a su voluntad, pensando que cediendo, él estaría feliz.
Y
sé que mi vida, tenía que haber cambiado antes, pero es ahora cuando tengo la
determinación.
¿Qué
tengo mucho que hacer? Lo sé. ¿Qué tengo miedo? Lo sé. ¿Qué tengo que
enfrentarme con diez años? Lo sé. ¿Qué tengo que apoyar a mi hijo? Lo sé. Todo
lo sé. Ahora es el momento de poner manos a la obra y pasar a la acción, ya que
mi determinación, no pasa por el cansancio, que ya lo tenía, por el desamor,
que ya no existía, por la necesidad, que ya no la había, por nada que tenga
relación con esta pareja maldita hoy. No. Sólo con el deber que creo que tengo
con esa criatura, a la que deseé para mejorar una situación, que nunca tuvo
asomo de inteligencia.
Pero
no debo de lamentarme, ya que en cualquier momento va a llegar y tengo que
tener claro que le voy a decir y qué voy a hacer con mi vida y con la del niño.
Voy a bañarle.
El
agua lo limpiará todo, el niño, mi dolor, mi estupidez. El agua lo limpia todo.
El
baño siempre ha sido un momento importante en la vida del niño.
El
baño siempre ha sido importante en mi vida.
EL
BAÑO
-
Yuuupiiii maaaamiiiiii
-
¿Te gusta hijo?
-
Siiiiiiiiiiiiiii, me gusta…….está
calentita, pero me gusta chapotear, así ¿ves?
-
¡Estás mojándolo todo!!!Ja, ja……
-
¿Te diviertes mami?
-
Si cariño, me gusta verte feliz……
Su
baño siempre iba cargado de amor. La cercanía de los dos, las risas
compartidas, la alegría sin límites, las pequeñas confidencias…….todo en torno
a esos minutos era una gloria. Casi siempre estábamos los dos solos. Él nunca
llegaba al baño. Creía incluso que no le gustaba ese momento, porque cuando yo
no podía hacerlo, él tampoco se prestaba a ello. Era de las cosas, de las
tantas cosas, que no entendía de él. Si ¡adoraba a su hijo! ¿Cómo podía no
gustarle su baño? Para mí el ritual, no tanto la limpieza, que también era
importante, sino la proximidad, la ternura que desbordaba el niño, el amor que
siempre te lanzaba como un órdago, las risas y los juegos que te hacía repetir
una y otra vez, la belleza de ese momento único, eran la salsa del día. Todo en
la vida de mi hijo era importante y maravilloso, pero ese momento era
simplemente, único.
No
tenía que ver con el final del día. Cuando lo hacíamos a mitad de la tarde,
cuando lo cambiábamos a la mañana, siempre era igual, único.
Quizás
es que el que era único, era mi propio hijo. No lo dudo. Pero también lo era
ese momento. Y hoy, ese momento único alejaba mi tristeza y mi desazón, también
mi miedo.
Sabía
que el momento tendría que llegar. Sabía que el enfrentamiento iba a ser muy
duro, pero también sabía que tendría que hacerlo, porque no podía dejarlo pasar
más, por el niño, por mí, por todo el tiempo que había pasado, por todo el
tiempo que había aguantado. Por dignidad y por respeto. Lo haría.
Al
fin y al cabo no iba a ser peor de lo que ya había pasado. ¿Qué puedo esperar?,
gritos, lamentos, prohibiciones. Eso, ya lo tengo todos los días. Antes pensaba
que eso era lo normal, ahora creo que se lo debo a mi hijo, bueno, también a mí
misma. Tengo que respetarme a mí misma si quiero que me respeten a mí. El podrá
chillarme pero no llegará a herirme, porque para eso tendría que quitarme a mi
hijo, y eso no podrá hacerlo. Y no lo hará porque mi vida ha sido ejemplar. Me
he dedicado en cuerpo y alma a su cuidado. No he descuidado ningún detalle.
Además he sido una esposa ejemplar. Y como no podía salir de casa para nada, no
he tenido ocasión, siquiera, de flirtear con nadie. Nadie querría verse con un
esperpento como yo, sin glamur, canosa, sin otra ropa que la deportiva con la
que siempre estoy para estar cómoda en la atención de la casa y del niño.
-
Maaaamiii, maaamiii, ven
-
Dime cariño
-
Mira mi patito……chof, chof……lo hundí…ja,
ja, ja
-
Pobre patito, déjalo que respire……
-
No mami, mira, es de plástico, no
respira…..
-
Ja, ja, ja,….qué guapo e inteligente es
mi niño……
Siempre
digo, que es un chico despierto y espabilado. Jamás se para ante nada, no deja
nada por contestar, y no hay quien le engañe. ¡Cómo me gusta estar con él!
De
él se aprende como de cualquier niño. Los niños son un libro abierto. Siempre
he pensado que son unas criaturas perfectas, alegres, cariñosas, sin complejos,
sin trabas, confiados, tiernos, y no como los adultos, llenos de problemas y
sentimientos encontrados que no te permiten avanzar como persona.
Siempre
he pensado que todos deberíamos seguir siendo niños. Claro que eso es igual que
llevar tu niño dentro, pero si todos nos pusiéramos la piel de niño, no nos
dolería tanto la ira y la rabia de otros adultos, porque seríamos inocentes, y
no nos tomaríamos las cosas en serio, evitando heridas y susceptibilidades, y
tampoco heriríamos ni consciente ni inconsciente a nadie, porque nuestra
inocencia imperaría en nuestra vida.
Y
eso es lo que mi hijo era, la inocencia, la franqueza, la ternura y la
felicidad. Temía que se convirtiera en su padre. Pero algo me decía que eso era
imposible, porque había tenido una madre que lo cuidara, al contrario que él.
EN
RUTA
La
hora de la cena. Y todavía sin dar señales de vida. Esta vez, se está pasando. No se da cuenta de que es fin
de semana y su hijo pregunta por él.
Cuando
lo hace entre semana, pues bueno, el niño no se entera, pero hoy, hoy sábado
¿cómo puede ser tan inconsciente? Espero que no le haya pasado nada. Bueno
seguro que no. La última vez que tardó tanto, estaba con esa tontita. Esa rubia
ceniza con la que la vio mi hermana el mismo día que me dijo, que tenía una
reunión hasta tarde, y esa reunión se concentró en una cena de lujo, que mi
hermana presenció de casualidad al tener una reunión de trabajo en la sala
ejecutiva del mismo hotel. Esa “reunión” se prolongó hasta las tres de la
mañana, por lo que imaginé que el hotel les sirvió de excusa para ultimar
detalles, y satisfacer necesidades. Mi hermana me lo dijo enojada, porque
cuando lo vio, babeaba ante la tontita. Podía ser su padre, y babeaba.
Me
dijo que estaba harta de que me vejara, a ella nunca le ha gustado él, y que ya
era hora de que tomara una decisión, y cuando le dije que no tenía importancia,
casi se rompe del chillido que emitió. Que si era idiota, que qué encontraba en
ese hombre, que cuando iba a espabilar, que si no tenía un gramo de dignidad,
que cómo permitía eso por mi hijo, que hasta cuándo y hasta cuanto iba a
tolerarlo……le pedí que se tranquilizara, que no lo dijera a nadie y que me
dejara hacer…..
Yo
en realidad no sabía qué iba a hacer. En realidad, sabía que no iba a hacer
nada. Intenté enterarme de quien era esa tontita. Y le puse un detective. Más
por curiosidad que por encontrar argumentos. Y resultó ser una mujer casada,
desgraciada como yo, joven como yo, pero escultural como nadie, que tenía una
relación desastrosa con su pareja, y que vertía a los cuatro vientos su
padecer, y su amorío con mi marido, y que decía que sabía que no se
divorciaría, pero que no le importaba, porque mientras tanto se divertía. Era
mejor así, porque no habría compromiso entre los dos.
Le
tenía atrapado por los encantos superficiales que efluía, pero en realidad no
era más que eso, pura superficialidad, y de hecho eso acabó. Cuando el
detective me entregó la minuta y conclusiones, también me contó que todo había
acabado, sin casi brotar, porque aunque hubiera durado dos años, fueron dos
años místicos, dónde lo importante era lo hablado, más que lo ejecutado.
Y
me lo decía a mí, que sólo el hecho de que hablara con alguien lo alejaba de
mí, todavía más si cabe. Él no entendería que yo le dijera que ese
enamoramiento era más peligroso para mí que una relación furtiva y apasionada
como las que ya, había tenido. Y no lo entendería porque para los hombres,
inflados de ego, la relación de enamoramiento o apasionamiento, era lo mismo
que la del propio amor. Tienen otras necesidades y expectativas.
Y
yo me decía una y otra vez, que esa era la última vez que le perdonaba. Pero
luego recordaba lo que le decía a mi pequeño sobre el perdón, que perdón que no
das, es dolor para ti no para el otro, y ya no sabía si lo que tenía era
resignación, aceptación, cobardía o qué. A lo mejor, verdaderamente, le perdoné
y olvidé aquello……
Siempre
la solución, venía con la paciencia, con esperar el devenir de las
circunstancias. Con el sufrimiento callado, que se sumaba a las vejaciones ya
rutinarias. Y aunque cantaba para ahuyentar los malos espíritus, dejé de reír.
La risa me sabía a hipocresía, y dejé de reír, pero no con mi hijo, con él
ensayaba sonrisas vacías para que el calor fingido le llenara como la mejor de
las carcajadas. Cuando fuera mayor ya le contaría, pero ahora sólo tenía que
crecer feliz……..
LA
CENA
-
Mmmmmmmmmmm, tortilla de papas…….que
rico maaamiiii, ¡como me gusta cuando me haces la cenita!!!!!!!
-
Pero serás bobo, si te la hago todas las
noches…..
-
Si mami, pero cuando me la haces así
digo, cuando no hay nada y lo haces todo para mí, porque las papas, estaban
allí, los huevos en la nevera, y la sartén aquí debajo y tú lo coges todo y
¡taaacháaan! Te sale esta rica tortillita……. Mmmmmmmmmmmmmmmmmmm
-
¡Vaya adulón! Todo lo que hago lo hago
de la nada.
-
No, no, no. Cuando me haces salchichas,
ya están hechas, la carne, la compras asi……
-
Ay vaya zoquete…….todo hay que
prepararlo
-
Bueno mamita, digo que estaba
riquíiiiiiiiisimaaaaa
-
Vale, vale…..
Vaya
hijo. Una maravilla, vaya. Se sorprende por todo. Te da cumplidos por todo. Si
hubiera preparado otra cosa, otro rollo me hubiera metido, pero ¿a que es encantador?
Tierno y delicado. Todo un caballero, un pequeño caballero, nada que ver con su
señor padre.
Al
menos me llevaré eso de esta vida, el grato recuerdo de una cosa bien hecha.
Ahora
cuando lo acueste tengo que llamarle, tengo que saber qué ha pasado, no puedo
seguir con esta incertidumbre. Una cosa es que le tenga que decir lo que le
tengo que decir, y otra que no aparezca. Podría llamar a la policía pero la
última vez, ya me dijeron que era un adulto y que hasta que no pasaran más
horas no podían intervenir. Y no puedo estar llamando a todos los hospitales.
Parecería una neurótica…..tengo que tener paciencia.
Lo
que sí puedo hacer es estructurar lo que voy a decirle.
¿Cómo
puedo empezar? Mira he pensado que….no. Sé que va a empezar a chillar o a insultar,
así que no puedo darle oportunidad a que me calle sin hablar. Debo ir a tiro
hecho: Te dejo.
Pero
no puedo dejarle ¿adónde voy con el niño? ¡El niño! ¿No lo pondrá en juego? No.
Tengo que tranquilizarme, eso no puede hacerlo. Tendríamos que ir a juicio y
ningún juez lo dejaría con un hombre que no se ha responsabilizado de su
cuidado y que tiene una vida social tan….. activa. No, por ese lado no puedo
temer. Pero debería quedarme yo en esta casa. Es la casa del niño.
Ya
sé. Le diré que quiero que nos divorciemos y que me quedaré con la casa y el
niño. Es la casa donde el niño vive, y es la casa de nuestro matrimonio, y yo
no he trabajado, porque él no me ha dejado, y si tiene que haber testigos,
tengo muchos que pueden decir, cómo y por qué abandoné mis estudios, mis
amigos, y hasta mi familia, y cómo me he dedicado en cuerpo y alma a esta casa
y a esta familia. Mi familia. ¿Mi familia?
No,
eso está hecho, me quedaré con la casa del niño, pero tengo que saber qué va a
ser de mí, a qué voy a dedicarme……al principio, mi madre puede ayudarme, porque
si me quedo aquí en esta casa, le diré que no quiero su ayuda, sólo los gastos
del niño, el colegio, y una pequeña parte para sus gastos corrientes……
Tengo
que pensar algo rápido…..mi cabeza, me da vueltas……
-
Tengo sueño maaamiii. Cuéntame un cuento
en la cama.
-
Vale, ¿cuál quieres?
-
El del payaso, mami, el del payaso
-
¿Te gustan los payasos?
-
Me gusta disfrazarme
-
Vale, ¿te acuerdas cómo empezaba?
-
Sí mamí, sí….eran un payaso con cara de
payaso…
-
Si,
tenía cara de payaso, todo el día tenía una sonrisa de oreja a oreja,
pero por dentro sufría como nadie, pero a nadie le contaba su sufrimiento,
porque era muy, muy, pero que muy callado. Tan callado, que nunca discutía con
sus amigos ni con su familia. Pensaba que todos dependían de que él estuviera
bien, y jamás mostraba como se sentía. Un día caminando tropezó con una culebra
que reptaba por el suelo, y la culebra dijo:
-
Aaaayyy,
que daño me has hecho!
-
Perdona, dijo el payaso, no te he visto
-
Pues mira para el suelo que muchos de nosotros
lo utilizamos para vivir y caminar
-
¿Quién eres?
-
¿Quién lo quiere saber? fue su contestación
-
Soy Grimo el payaso
-
Pues yo me llamo Taury, soy fuerte como una
roca, aunque parezca sumisa y cobarde.
-
Pues ¡qué suerte! porque yo te saco tres
palmos, y creo que soy más cobarde que tú, dijo el payaso
-
Pues aprende a crecer, y madura tu capacidad y
tu forma de ver la vida, que seguro que puedes mejorar mucho.
-
¿Y eso como se hace culebra? Preguntó el payaso
-
Pues creciendo y creciendo, según te toque, día
a día y siguiendo los consejos de mis amigos Walter y Holly, dijo la culebra
-
¿Y quiénes son esos?- preguntó Grimo que nunca
había oído hablar de esos personajes.
-
Pues son dos amigos del bosque. Walter vive en
un nogal al lado de la casita amarilla, y Holly, es su hermana- comenzó a
contar Taury. Ellos dicen que todos somos libres, y que debemos de ser lo mejor
que sepamos y podamo,s sin molestar a nadie, pero también sin dejar que nadie
nos moleste a nosotros. Ellos persiguen el amor total, y se lo dan a todo el
que quiera preguntarles
-
¿Y podemos ir a donde están? Preguntó
desesperado Grimo
-
Vamos, vamos, pero vete fijándote en las
criaturas del suelo.
-
De acuerdo – dijo Grimo, vamos
Y
los dos amigos caminaron y caminaron hasta que encontraron el nogal de la
casita amarilla.
-
Waaaaalter, Hoooolly, salid, venimos a verles-
gritó Taury.
-
Hola Taury- dijo Holly que apareció primero,
¿Con quieeen vieeenes?
-
Con Grimo el payaso, que quiere que le contéis
como puede crecer y madurar para no ser tan vergonzoso, le contestó Taury.
-
¿Y qué podemos nosotros enseñarte?, dijo Walter
mientras asomaba su cabecita
-
Pues cómo madurar para no sufrir con todas las cosas
que me pasan.
-
Pues no sé cómo ayudarte Grimo, dijo Holly, lo
único que puedo decirte, es que yo tenía celos de todo hasta que descubrí que
era debido a mi inseguridad, y comencé a decirme a mi misma que todo en mi era
bueno y que no necesitaba que los demás me lo hicieran saber, que solo con ser
como era, ya era bastante. Y cuando empecé a quererme a mí misma, y verme en el
espejo estupenda, pues todo lo demás se fue colocando correctamente a mi alrededor,
y ya no tuve más miedo ni inseguridad, y
desde entonces doy todo lo que soy a todo el mundo teniendo una relación
estupenda con todos, y sin discutir y sin sufrir
-
¿Y cómo lo descubriste?, dijo Grimo
-
Pues por la influencia de todos los que tenía
alrededor. Estamos llenos y rodeados de amigos y conocidos, que nos van
enseñando en el camino, dijo Holly.
-
Y tú Walter, preguntó Grimo, ¿qué fue lo que te pasó?
-
Pues a mí los cambios en mi vida me molestaban
mucho y conseguí que no me afectara, diciéndome todos los días de mi vida, que
los cambios tenían que ser buenos para crecer, para aprender. Y aunque al
principio me costó mucho, ahora acepto cada cambio en mi vida para crecer, le
contestó Walter.
-
Y ¿creéis que si todos los días me digo que los
cambios son buenos para mi vida y los acepto, y que todo lo que tengo dentro de
mí, es bueno para mí, y si es bueno para mí, lo será también para los demás, me
puedo curar de mi enorme vergüenza ¿y ¿podré sacar lo mejor de mí mismo? preguntó
Grimo.
-
Sí porque habrás aprendido que lo mejor de ti
mismo eres tú, dijeron los tres a coro.
Y a
partir de entonces Grimo se levantaba todas las mañanas y se decía que era
estupendo, que no tenía por qué tener miedo de lo que era, y que cada cambio
que realizara día tras día, le enseñaría el siguiente camino a tomar. Y así
poco a poco, dejó de tener esa cara de payaso triste y se convirtió en la
sonrisa más bonita de todo el bosque, y con la influencia que sus amigos habían
tenido sobre él y con lo que había aprendido gracias a ellos, siguió ayudando a
todas las criaturas del bosque…….
Pero
eso es otra historia.
-
¡Qué bonito mami….!
-
¿Sabes cuantas veces te he contado este
cuento?
-
Si cien veces…..o un millón, pero ¡me
gusta tanto!
-
¿Y por qué te gusta cariño?
-
Porque me quita el miedo mami.
-
¿Tienes miedo?
-
Si mami, miedo a hacerme mayor…
-
Pero cariño…..si todos crecemos y nos
hacemos mayores……
-
Ya mami, pero prefiero ser niño y estar
contigo, siempre, siempre……
-
¡Ay cariño! Yo siempre estaré a tu
lado….Buenas noches, duerme.
-
Buenas noches mami….
Y
cerrar los ojitos y dormirse fue cosa de tres segundos. Tres segundos en los
que se me encogía el estómago. Tenía miedo de crecer y de que le
abandonara………..
LA
NOCHE LA PENUMBRA, LALUZ
Tengo
que decidir, tengo que decidir, tengo que decidir, a qué dedicarme.
Tiene
que ser a la cocina.
Pero
no puede ser de cualquier manera. Tengo que hacerlo bien. Tengo que tener esa
respuesta preparada. Porque es lo que me va preguntar. Lo sé, me acosa a
preguntas. Mide mi inseguridad. Tengo que dejarlo atado antes de…………. de que
venga.
Desde
casa y desde mi cocina haré comidas que puedan llevarse listas para comer.
Necesitaré sólo un poco más de comida, y
un poco de publicidad. Eso haré.
Empezaré
en mi urbanización, y seguiré poco a poco por todos lados. Pondré carteles en
el super con mi teléfono y sólo tendré que hacer un poco más de comida de lo
habitual y pensaré bien qué idearé, y si no tengo éxito inicialmente, que no se
me eche a perder la comida. Puedo hacer algo un día que aproveche al día
siguiente y así ir variando el menú para empezar. No hacer sino un primero y un
segundo, con un postre y si la cosa va bien, aumentar el menú. Ya veremos, pero
para empezar, eso, un menú básico con tres platos y el material para llevarlo.
Me encantaría poder tener sitio en casa para que, incluso, pudieran comérselo
allí, pero no tengo sitio….¡Ah! y si quieren puedo hacer algún encargo, una
tortilla, bocadillos, canapés, croquetas…..lo que sea para poder sobrevivir.
Tengo que hacer cálculos para ver lo que tengo que cobrar por el menú o por lo
que me encarguen. Además puedo dejar preparado por la noche, la mayoría de las
cosas, de los platos, y puedo inventar menús y cambiarlos y mejorarlos según
cómo me vayan los números.
¿Me
saldrá bien? Ahora si tengo miedo. Sé lo que tengo que decirle, sé que se lo
voy a decir. No puede hacerme más daño del que me ha hecho ya. Sé que puedo
intentar ganarme la vida. Y ahora es cuando tengo miedo, cuando siento miedo….
Miedo
de independizarme, miedo de fracasar, miedo de mi propio miedo, de mi misma, de
mi hijo…..
NO.
¡Basta! Tengo que mantener la cabeza alta y despejada. No puedo lamentarme más,
he tenido muchos años de lamentaciones, y mi hijo ha tenido que notármelo y
sólo por él no puedo dar esa pobre imagen de mi misma.
Haré
esto, me cueste lo que me cueste. Me diga lo que me diga. Y tendré que estudiar.
Tengo que seguir adelante con mi vida. La he congelado durafnte muchos años y
ahora tengo que ponerme las pilas. No es tarde. Nunca es tarde. Me he
equivocado pero tendré que buscar de nuevo el camino. Sé que mi familia me
ayudará y sé que puedo hacerlo. Así que lo haré.
SEGUNDA
PARTE: DE LA REALIDAD AL SUEÑO. El hijo recuerda.
LA
MUERTE
Hoy
he enterrado a mamá.
No
tengo lágrimas. Se me secó la angustia y el corazón late tranquilo porque ella
está en paz.
No
tengo tristeza, porque los últimos días semanas y meses, compartimos
confidencias imposibles, y entonces la conocí.
No
me queda la pena de tenerla a mi lado, porque sería a costa de su sufrimiento y
no quería eso para ella.
No
me queda la incertidumbre de si estará bien, porque es lo que ella quería.
Estará bien.
No
siento que podía haber hecho más por ella, porque lo hicimos todo juntos.
No
siento no tenerla, porque la tengo para siempre. Siempre la disfruté.
Y
no sólo en mi corazón. También puedo
leerla.
Ella
me hizo un diario para que la comprendiera y para que conociera su historia a
través de ella, y tuvo el valor de compartirlo conmigo a través de su agonía.
Ella
sabía cuánto le quedaba, y apuró el instante como se apura la vida, corriendo y
a todo tren. Ella que tanto había sufrido y disfrutado quiso compartirlo todo
conmigo, lo que sabía y lo que no, lo que recordaba y lo que no, lo que sentía
y lo que no, y como un testamento, decidió dejarme su vida a trocitos según la
escribió.
Ella,
aparentemente débil y frágil, forjó su fortaleza y tesón a costa de su propio
miedo, y amparada en su amor por mí, sobrevivió, renació y decidió dedicar todo
su aprendizaje a educarme y a sacarme de una vida insuficiente y malvada, para
enseñarme la vida por sus ojos y desde su corazón.
Sé
que sufrió, sé que amó, y sé que tuvo coraje para cambiar su futuro. Y todo eso
que sabía, simplemente por haber vivido con ella, lo supe ahora también de sus
labios y de sus letras, a través de su dolor y de su amor, de su recuerdo y de
su tristeza.
Ella
le amó, con locura, con todo su ser, y él, justificadamente o no, no estuvo a
la altura de las circunstancias. El la amaba, yo lo sé, lo vi y lo viví, pero
él no sabía amar. Ni siquiera a mí. Menos a ella. Ella era sólo una excusa para
poder ejercer su poder maltrecho, su dolor no resuelto, su frustración e
insatisfacción permanente. Y por eso la eligió joven, muy joven, para poder
manipularla y convertirla en lo que él necesitaba. Alguien que accediera a
todos sus deseos, por perversos que éstos fueran. Alguien que quisiera estar
con él por viejo que se hiciera, que le aportara juventud y servicio,
servilismo incondicional que le permitiera hacer lo que quisiera, donde
quisiera, cuando quisiera, con quien quisiera, y que luego estuviera siempre
lista para él. El sometimiento total…..
Y
cuando la recuerdo frágil de cuerpo y dura de alma, me parece imposible que le
hiciera algo así a ese ser carente de maldad, y que ella pudiera escapar de su
yugo.
Y
así lo hizo. Ella siempre impredecible e imprevisible, ella lo hizo. Igual que
lo hizo con su enfermedad, que arrastró por el fango de la incredulidad durante
diez años, sin querer doblegarse a marcharse sin hacer lo que por dignidad,
tenía que hacer.
Y
así me lo dijo ayer: Hoy, ya puedo morirme tranquila, ya te he educado, ya eres
un hombre, ya sabes que quieres en la vida, ya tienes treinta años y ya conoces
tu historia y mi historia, ahora si quieres puedes hurgar en la de él, es tu
decisión, pero te he dado la base de todo el conocimiento que querías, para
poder vivir en paz.
Ella
había perdonado. Siempre me enseñó a perdonar. Inmediatamente, sin ira y sin
rabia, sólo por el hecho de que el perdón te beneficia a ti, que perdonas, y
porque, decía, el rencor y la rabia, no lo sientes para el otro, lo sientes
para ti y es a ti a quien destruyes sintiéndolo.
Y
ella le había perdonado todo. A él, que tanto mal le hizo, a él, que tanto daño
le produjo. A él, que la abandonó a su suerte, no una ni dos veces, sino todos
los días de su vida en común.
Ella
dice, que puedo hurgar en su historia miserable, pero no es necesario. El no
era miserable, lo era su historia. Quizás por su pasado. Quizás por su forma de
ver la vida. Por cualquier justificación que tuviera, él no tenía derecho a
hacerle sufrir. Ni a ella ni a nadie, pero menos a ella.
Ella
le dedicó su juventud, sus ganas, su amor, su decepción, su ilusión, y abandonó
su vida para hacer la vida en común, la propia, sin expectativas, ni
necesidades.
Ella
le dio el hijo soñado, el varón soñado que le jubilaría y le sustituiría, y él
se olvidó de había sido su genio de la lámpara y siguió humillándola.
Ella
le perdonó su infidelidad permanente, y le esperaba todos los días con la
ilusión de su cambio, de su amor perdido, de su reconocimiento….y siempre, él
siempre, volvía una y otra vez, con su desprecio y su desgana, su “me importas
lo mismo que el trabajador al que hoy eché”, o “eres tan inútil, que no sabes
tratar con otras personas, por eso no puedo llevarte a ningún sitio”, como
ejemplo de mis recuerdos, que ella jamás me contó y que no siquiera reflejó en
la historia contada.
¿Qué
por qué puedo acordarme con lo pequeño que era? Por eso mismo, porque ella era
mi ángel, la que me protegía y me cuidaba, la que cubría mis necesidades y mis
lágrimas, y el oír esas frases, entre otras muchas, cuando ellos creían que yo
no estaba, seguido de las lágrimas de estupor de mi madre, del estallido de su
dolor y decepción, de la angustia reflejada en esos ojos enrojecidos y secos,
con los que me besaba todas las noches, eso me produjo una herida permanente
que no pudo cerrar el perdón, porque era mi padre el que se lo hacía, y a esa
edad, no se entendía por qué, aunque se lo perdonara todo siguiendo los
consejos de mi querida madre: “perdona, cariño, perdona, no te quedes con el
rencor, ese sólo lo sientes tú. No dejes que el rencor ni ningún sentimiento
negativo te anule. El perdón no lo sientes por nadie, siéntelo por ti mismo,
para ti, sólo para ti”. Y recordando eso una y otra vez, le perdonaba, para
perdonarme a mí mismo, para sentirme bien con ese perdón, y para no angustiarme
con la idea de que mi padre pudiera hacer tanto daño a mi madre. No. Él no. Era
otro.
Él
se convertía en un ogro, me decía a mí mismo. Era imposible que aquel hombre,
tan cariñoso conmigo, aquel que me iba a recoger al colegio y se convertía en
mi confesor y en mi compañero de tantos juegos y tantas horas de siesta en
común, pudiera hacerle daño a mi ángel, a mi madre.
Y
por eso yo ya sabía que mi padre, no era uno, eran dos. El que yo creía y veía,
y aquel en que se convertía, sin saber bien qué tipo de enfermedad tenía o que
mal le acechaba.
Y
hoy que la he enterrado, hoy que no tengo más lágrimas porque se me secó la
angustia a base de hablar con ella y perdonar, que el corazón late tranquilo
porque sé que ella al final, ya está en paz, hoy que no tengo tristeza, por lo
vivido todos estos últimos días semanas y meses de convivencia íntima, por
haber compartido confidencias dolorosas y necesarias, por haberla conocido como
mujer, hoy, que la pena me abandona para que la serenidad anide, hoy, que la
certidumbre de que se encuentra bien me llena mente y alma, hoy, que sé que nos
dimos el uno al otro como mejor supimos y pudimos, y que no pudo haber más amor
entre nosotros, hoy, que sé que ya no podré hablar con ella más, no al menos
con la palabra, hoy, abrazo su memoria, testigo de su padecer, pero también de
su resurgir.
LA
ENFERMEDAD.
Ella
enfermó cuando se quedó sola con su angustia y su soledad. Esa soledad que ya
vivía, sin saber que vivía, y no vivía la vida, vivía sólo el momento. Un
momento que hoy estaba y mañana no, un instante que nunca se repetía, un
instante que tampoco quería repetir vivir.
No
era ese momento, el momento que vivió luego, aquel con el que aprendió a vivir
al día, y a disfrutar el instante y el momento, no, ese no.
Vivía,
eso sí, aprovechando al máximo su soledad, el instante que se alejaba de él.
Cuando él estaba, cada momento sin él, se le convertía en una aventura de vida
y espectáculo, porque se permitía vivir y soñar y, entonces no le importaba si
el vivir y soñar era un café o una película, un sentimiento o una caricia,
porque lo disfrutaba igual. En realidad, disfrutaba su ausencia.
Pero
cuando él ya no estuvo más, la soledad se le cayó encima. Aquella soledad que
buscaba y le confortaba, aquella soledad, al volverse rutina, se le cayó
encima. No tenía tiempo para pensar, tenía que salir adelante, tenía que
trabajar por los dos, comer para sobrevivir y darme de comer a mí para que
sobreviviera yo. No tenía tiempo para salir, porque todo su tiempo lo dedicaba
a hacer, o a inventar qué hacía, para poder vivir en paz. No tenía tiempo para
nadie, porque no tenía tiempo para sí misma. Todo lo dedicaba a hacer y hacer y
hacer….bueno todo no.
Tenía
esos momentos prodigiosos donde no había nada más en el mundo que ella y yo,
como antes, como siempre, porque esos días tristes de tormenta, que parecían
mucho más largos, mucho más intensos, mucho mejores, ella me contaba cuentos,
poemas, me daba consejos, mil cosas de hijos y madres, al menos eso creía yo,
que todos los niños tendrían lo mismo que yo, pero no era así, y es que mi madre era mi madre y
mi padre. Tuve mucha suerte con mi madre.
Ella
recitaba por las noches su quiero, sólo eso quiero:
Quiero
renacer
Quiero
silencio
Quiero
paciencia
Quiero
amor, amar
Quiero
soledad y compañía
Quiero
perdón y perdonar
Quiero
olvido y olvidar
Quiero
construir de nuevo, empezar de nuevo
Quiero
mi universo, con amor, cariño, calor, y dolor,
soportable
y pasajero
Quiero
felicidad y que sean felices a mí alrededor
Quiero
pasión, y adoración
Quiero
comunicación…..quiero…..
Y
yo me dormía, como si recitara una oración, porque era su querer, su ilusión,
su vida, y seguramente lo que le faltó con él y de él.
Yo
no echaba de menos a mi padre. Eso me sorprendía, pero no le echaba de menos. Ella
llenaba mi vida. Notaba que todo era diferente, que él no estaba, que tuve que
cambiar de colegio, que en casa hacía más frío, pero ella llenaba esas
carencias con trucos infinitos y palabras llenas de esperanza. Y cuando le
preguntaba por él, ella me decía que estaba de viaje, y cuando le decía que qué
largo era ese viaje, ella me contestaba que se había ido muy lejos, muy lejos,
y de tanto preguntarle, dejé de recordarle y de preguntar cuando volvería,
porque para mí todo mi mundo estaba allí. Dejé de echarle de menos y con el
tiempo, ya no recordaba sus rasgos salvo por las fotografías.
Ella
estaba bien, no la veía triste, y yo me decía, que estaba más guapa que antes, más guapa que nunca, más, que cuando él si
estaba.
No
reía, porque mi madre no solía hacerlo. Ahora comprendo su amargura y su falta
de risas, pero entonces, no me extrañaba, porque nunca la vi reír. Sí sonreía,
eso sí, y mucho. Sonreía con las arrugas que le marcaban los años y los
tormentos. Y era alegre, porque cantaba, bueno canturreaba, y siempre estaba
alegre, pero no reía. No como esas otras madres que reían a carcajadas. Ella
era simplemente alegre. Sin risas. No le hacía falta, porque su cara alegraba
la vida. Es posible que alguna vez se hubiera reído, pero yo no la recordaba
riendo. Y delante de mi padre, no recuerdo que riera, ni siquiera que sonriera,
porque su anulación como persona era tal, que delante de él, ella no era ella.
Ahora entiendo todo esto claramente. Entonces lo percibía, lo intuía sin saber
bien por qué, ni en qué, pero yo sabía que mi madre era diferente a todas las
madres, y mi padre también.
Volvimos
a ir a menudo a casa de la abuela, y allí veía a mis primos y jugaba con ellos,
y su padre, mi tío, me trataba como uno más, tanto que hasta un día, me
encontré confundido con la idea de que él podía ser mi padre. Y entonces tomaba
en la mano la foto de mi padre real, y me decía, no, no lo es.
Pero
empecé a llamarle papá a modo de juego, y tras la sorpresa inicial que eso supuso
para todos, se rieron de mi chiquillada y me dejaron llamarle papá. Hasta hoy
que lo sigo llamando papá, porque fue quien me enseñó lo que era ser padre.
Mi
madre decía que aquel día fue tan importante para ella, como aquel otro en que
yo le dije que mi padre no la quería porque le gritaba, y que si le gritaba, no
podía quererla. Me contó que ese fue el detonante para tomar la decisión que
tomó, y que eso fue lo que le dio fuerzas para hacerlo.
Mi
madre, mi querida mamá…..yo tan grande con más de 30 años y pensando en ti de
¡esta manera!. Pero es casi un homenaje a tu presencia y a tu ausencia.
Soy
el niño que ella tuvo, y que ella quiso que siempre fuera. Ella decía que no
podíamos dejar que el niño nos abandonara, que cubriéramos nuestra adultez con
la piel del niño, y por eso aún creciendo en años, mantengo mi infancia en la
piel, bien visible y sin complejos. Y más hoy, hoy que no quiero que el dolor
me venza.
Tan
niño y tan feliz como lo era con sus maravillosos cuentos, esos que inventaba
para mí, para mis carencias, para mi crecimiento, para enseñarme con su
moraleja.
Y
recuerdo especialmente el del payaso. Y lo recuerdo porque era un hombretón con
cara de payaso que ocultaba su enormidad tras la máscara que escondía su
vergüenza y su timidez, y recuerdo, cómo los animalitos le ayudaban a encontrar
una solución a su problema. Mi madre
decía que el payaso podía ser yo, porque era muy grande, muy grande, y tenía
mucha vergüenza. Pero mucha mucha mucha.
La
verdad es que tenía razón, y gracias a los consejos de mi madre, y tragándome
esa enorme vergüenza que me mordía, hoy un poquito menos, mañana otro poco
menos, conseguí vencerla, como casi todo lo que ella me proponía con sus
cuentos.
Había
otro igual de bonito, el del león de la voz rota, que hablaba de un león estúpido, grande, peludo, y egoísta, que tenía
una voz rara, muy rara como si estuviera rota….y parecía rota porque había
vendido su voz, porque pensó que con su
voz ronca y profunda como sólo la tienen los leones, le obligarían a ser el
rey, como todos los leones, y que tendría que trabajar mucho y tener muchas
responsabilidades, y no tendría tiempo
para descansar, para correr asustando a las gacelas, que era lo que le gustaba
hacer. Y es que además de estúpido era
un gran gandul que, pensaba que era el rey sólo por haber nacido rey, no por
merecérselo, no por ganárselo día tras día….¡hay que ser zoquete para creer
eso!, me decía mamá.
Pues este león grande, gandul y
estúpido, no se le ocurrió ninguna otra feliz idea que buscar un comprador para
su voz a cambio de una voz ridícula que le liberara de tanta responsabilidad, y
puso un anuncio en el diario de la pradera donde vivía y un día apareció una araña
que le compró la voz, diciéndole que como era tan pequeña, tan pequeña,
esperaba que con la voz la respetarían y temerían más y además conseguiría la
voz de respeto y autoridad, y de la sabiduría y del conocimiento.
Al león eso le parecía cursi, pero como
no quería su voz, se la dejó quitar de un picotazo de la araña. Y la voz pasó
inmediatamente a la araña que se fue con su voz RONCA Y PROFUNDA: SOY LA ARAÑA
MAS IMPORTANTE DE LA PRADERA. Y todos los animales se volvían al oír esa voz,
sin ver a nadie pero con gran temor, porque la voz era muy pero que muy dura, y
la araña se reía para sí, pensando lo bien que se lo iba a pasar con su nueva
voz, y lo estúpido que había sido el león al dársela…Mientras tanto la mamá
leona, había llorado al ver como su cachorro había perdido esa voz tan bonita
que tenía, y como no entendía que podía haber pasado, se lo comentó a papá
león, que no sabía qué hacer y fueron preguntando, preguntando, hasta que el
búho se lo contó y les dijo que no podía hacerse nada para recuperarla porque
el león tendría que aprender la lección
de la vida él solito, que todos tenemos un camino que seguir, y aprendemos de
nuestros errores. El león estaba siempre holgazaneando, como quería, pero
mientras todos los demás hermanos leones crecieron y se buscaron la vida, y sus
padres murieron con la pena de ver a un hijo tan gandul que no se ganaba la
vida, que no se tenía respeto a sí mismo, y que no respetaba a los demás, el
león se iba quedando cada vez más solo. Y de nuevo el búho intervino y le contó,
lo que les había dicho hacía años a sus padres, y que ya era tiempo de haber
aprendido algo. Y el búho le ayudó a encontrar la araña que estaba harta del
vozarrón que tenía y picándole de nuevo, esta vez, se la devolvió. Y el león
aprendió la lección y fue el mejor rey de todos los leones.
Ese
cuento me encantaba porque me gustaban mucho los leones, y yo creía que yo era
ese león que mamá había inventado, porque ella me decía que no tenía que tener
miedo, me decía que no podía estar siempre tumbado en la tele, que tenía que
jugar con los otros niños. Pero lo cierto es que no tenía muchos más amiguitos
que los del colegio, porque papá no me dejaba jugar con los otros niños.
Mamá
decía que era para protegerme. Y yo inocentemente le decía que por qué nos
tenía que proteger tanto, y mamá decía que siempre había sido así.
Ahora
sé que lo que mamá llamaba protección, era la obsesión de papá, y sé por lo que
mamá contaba, que tuvo una familia un poco especial. Y eso le convirtió en
especial a él. No creo que fuera una mala persona, de lo que recuerdo, era
amable y cariñoso conmigo, y si se es así con un niño aunque sea con su hijo,
no se podría pensar que fuera malo. Pero con mamá, con mamá era otra cosa.
Recuerdo su ira, sus gritos. Recuerdo a mamá llorando. La recuerdo triste y
cansada. Y la recuerdo débil. Por eso aunque papá se portaba bien conmigo, me
daba miedo.
Sin
embargo en casa de la abuela, mamá era otra, con la abuela, con la tía, con los
primos, hasta con el tío. No es que riera a carcajadas, pero se le veía feliz.
En el parque, aunque no hablara con las demás madres, también se le veía feliz.
Era feliz viéndonos y cuidándonos, porque nos cuidaba a todos. Pero era feliz.
Pero en casa, cuando papá entraba, se convertía en la mujer sometida que me
provocaba tristeza. Esa no era mi madre.
Hasta
ahora, no entendí qué le pasaba. Cómo podía dejarse someter y perder esa parte
de sí misma aunque fuera por mi padre. No entendía cómo ella lo hacía, no
entendía cómo a mi padre, eso no le molestaba, e incluso parecía gustarle, y no
entendía cómo nadie hablaba de ello, y yo que era un niño, yo ¿qué podía hacer?
Entendiendo que mamá se había sometido porque se casó muy joven, enamorada y
que sólo quería satisfacer las exigencias de mi padre y que poco a poco cayó en
el pozo profundo de la rutina y del convencimiento de que mi padre cambiaría y
se rendiría enamorado a sus pies. Y eso lo creyó hasta que mi inocencia la
despertó.
Así
me lo contó y así fue su historia.
EL
AMOR
El
amor de mi madre por mi padre era tan intenso que era difícil de entender, como
difícil de entender es que un niño de cinco años lo entendiera.
Sí,
yo tenía cinco años, y ojos en la cara. Ojos para ver lo que mi madre era en un
sitio y otro. Ojos para ver cómo se comportaba delante de él. Ojos para ver lo
que otros veían y no querían ver. Ojos para entender que la relación con mi
padre era tormentosa. Ojos para descubrir sus lágrimas ocultas. Ojos para
compadecerla por su fortaleza teñida de cobardía. Ojos para querer ser su paño
de lágrimas. Ojos para oír su lamento invisible. Ojos para entender que yo era
lo único que la hacía feliz. Y eso me hacía aprovecharme de su bondad y
ternura, porque los dos sonreíamos y construíamos un mundo lleno de fantasía
como la de los cuentos.
El
amor de mi madre era tal, que perdonó a mi padre. Desde el día siguiente de su
boda lo perdonó y lo perdonó para siempre. En parte porque ella entendía el
perdón hacía él, como el perdón hacia sí misma, en parte porque lo amó hasta el
final, como no he visto amar a nadie, y en parte porque al distanciarse, siguió
amando su recuerdo pensando que ella podría haber hecho algo más por él y por
su pareja.
Ella,
que tanto luchó por ese matrimonio y por esa relación. Ella que abandonó su
esencia para someterse a la voluntad de mi padre, ella que nunca le gritó ni le
llevó la contraria, y que hoy entiendo lo hizo por miedo o por costumbre. Ella
que no quiso abandonarlo cuando pudo hacerlo, sino cuando entendió que eso me
haría daño a mí. Ella que perdonó y olvidó su traición o traiciones, con otras
mujeres o con otras personas. Ella que jamás le exigió nada y que durante toda
su vida le dio parte de su esencia, de su presencia y de su ser, de forma
incondicional e inocente. Ella que, al alejarse no reclamó lo que le
correspondía, sino sólo lo que consideró adecuado para mi educación y vida.
Ella que nunca dejó de trabajar y servir a los demás, hoy por miedo, mañana por
necesidad, pasado por puro placer. Ella que callaba porque decía que el
silencio nos fortalece y nos enseña, más que las propias palabras. Ella que
nació en una cuna de flores y que eligió una cama de espinas. Ella le perdonó.
Por ella y por él. Le perdonó.
Y
no le perdonó por miedo o inseguridad. No le perdonó por soledad. No le perdonó
por dignidad. Ni siquiera por lo que dirían. No le perdonó por piedad. Tampoco
por bondad. No. Le perdonó por convicción. Le quería y le perdonó por eso.
Además siempre creyó que cambiaría y se daría cuenta de cuánto le amaba. Y eso
sería suficiente.
Y
ese sueño que persiguió y no cumplió, fue del que se despertó o del que le
desperté yo. Y ese sueño, le acompañó el resto de su otra vida para centrarla
en la realidad de los sueños. Y ese sueño le sirvió para no soñar más. Y ese
sueño le dio vida y esperanza. Y ese sueño lo convirtió en otro cuento. Y me lo
contó así:
“LA MAGIA
El
tigre avanzaba lentamente por la pradera. No era lógico, ya que un tigre es
salvaje y debería estar en una selva, pero este tigre estaba buscando algo y
había llegado a esa pradera.
Era
grande y viejo, había vivido mucho, había cazado cuando era joven, siempre más
que sus compañeros. Había aprendido muchísimas cosas durante toda su vida, y
había sentido grandes y tristes sensaciones a lo largo de su triste vida.
Pero
ahora buscaba la magia ¿la magia? ¿por qué?.
La
magia, le habían dicho, le llenaría de sensaciones nuevas tan apasionantes que
cuando las comparara con su emocionante vida, ésta le parecería triste.
Llevaba
buscándola por montañas y praderas, por lagos y mares, por cuevas y barrancos,
ya no se acordaba cuanto tiempo, dos, tres años, más quizás. Al fin y al cabo
lo único que tenía era tiempo, por tanto eso no le preocupaba. Encontrar la
magia sí. Quería descubrirla, quería poseerla para que le diera esa emoción
diaria.
Pero
le estaba resultando muy difícil. Casi estaba desanimado.
Aquella
mañana hacía mucho calor. Las flores estaban mustias. La hierba amarilleaba,
tenía sed y paró a la sombra a descansar.
De
repente se le acercó una mariposa. El tigre estaba tan cansado que ni movió la
zarpa. Dejó que la mariposa se posara en sus bigotes. Estuvo contemplándola
embobado y pensando: ¿será esto la magia?, pero la mariposa después que hubo
descansado se alejó volando dejando al tigre inmerso en sus dudas.
Cuando
el tigre ya había dejado de pensar en la mariposa, oyó un trino desconocido de
un pájaro violeta. Y no podía dejar de mirarlo. Bien por el color que le
hipnotizaba, bien por el trinar que le tenía embelesado….y se preguntaba ¿será
esto la magia? Y esperó a ver si le llegaba una respuesta. Pero no, tampoco
llegó, y el pájaro elevó su vuelo para irse a otra rama más alta.
El tigre estaba tan cansado que terminó
durmiéndose, y en su profundo sueño voló por encima de las montañas que había
recorrido, nadó por los lagos que había cruzado, y comió todo lo que había
visto por el camino y no había probado por miedo a envenenarse, hasta esa baya
azul que tanto le había llamado la atención. Y tras comérsela comenzó a reír
sin parar y a bailar sin ritmo. Su cuerpo quería reír y bailar.
En
su baile se encontró con una gacela, tierna y dulce y pensó en su sueño ¿será
ella la magia? Pero siguió bailando sin parar hasta que se despertó agotado,
más aún que cuando se durmió.
Continuó
no obstante su camino. Tenía que encontrarla como fuera. Se le estaba haciendo
muy tarde en su vida. Sus sienes plateaban y su vista fallaba. Le quedaba poco
de vida, y quería encontrar la respuesta.
La
respuesta…. La respuesta….decía una voz desde dentro, la respuesta…..
No hay respuesta tigre. La
respuesta eres tú. La magia es la mariposa volando, el pájaro azul trinando, la
baya azul que te provoca la risa, bailar con la gacela, y tantas y tantas cosas
que has hecho o vivido.
La
voz siguió hablando y hablando y el tigre no sabía de donde salía esa voz. No
era dulce, no era dura, tan sólo era una voz, un voz interna.
La
voz le preguntaba si nunca había visto un mago actuar, el mago hacía magia, o
sea algo sutil y rápido que lo que hacía era engañarlos, era un truco. La voz
le explicaba que la magia era una pasión momentánea, una emoción que se
difuminaba, y luego quedaba la realidad.
La
voz decía que todos teníamos magia dentro… que éramos responsables de
utilizarla bien y que si la utilizábamos bien podíamos regalarla…
El
tigre no entendía nada. Era mayor y un
poco tozudo y pensaba que se estaba volviendo loco al oír la voz.
El
era de los que pensaban que había que ver las cosas para creerlas. Y pensó
estoy oyendo algo que no existe. Pero la voz persistía y en vez de apagarse se
hacía más fuerte y más desagradable.
Y
plof, de repente la voz se hizo visible, tal era el deseo del tigre. Era
redonda como una pelota y rugosa y áspera como la lija, tenía púas y no se
podía coger, porque el tigre intentó
darle un zarpazo. Tampoco se movió. Se quedó allí inmóvil. Esperó callada hasta
que el tigre le dejó de mirar con aquella estúpida cara de miedo. Y entonces le
dijo: magia tigre, es haber estado viviendo dentro de ti, sin que te enteraras,
y ver como todos los días perdías el tiempo en mil y una cosas estúpidas,
mientras yo intentaba decirte algo, lo que fuera. Magia es que convivieras
conmigo sin enterarte y sin escucharme, y magia es todo lo bello que te pasa
día a día y a lo que te aferras sin darte cuenta de que pasará igual que
siempre. Magia es algo que desaparece para volver a aparecer otra vez, en otro
momento, para crear tu vida a golpe de momentos. Magia es poder sobrevivir al
día vulgar creyendo que será un día maravilloso. La magia desaparece siempre, y
lo que queda es lo que importa, o sea tú.
Y el tigre se quedó pensando sereno
y tranquilo. Había encontrado la magia pero no le gustaba lo que era…. Tendría
que buscar algo que le dejara satisfecho”
Mamá
me dijo que este era el cuento de la búsqueda permanente, de la insatisfacción
constante. Nunca dejamos de buscar, si siempre queremos algo más, o algo
diferente. Me dijo que ella buscaba el amor de mi padre, pero que ella lo había
encontrado una vez, y que por eso sabía que su amor existía y lo seguía
buscando. Pero que él durante toda su vida continuó buscando algo, sin saber
bien qué. Ella dejó de buscar su amor el día que le dijo que se iba. Ya no
quería su amor. Quería su amor propio. El que nunca tuvo con él. El amor a sí
misma.
Eso
me lo contó ahora. Antes, no hubiera podido entenderlo.
Mi
madre amaba a mi padre, y por eso estuvo con él hasta que despertó de su sueño,
de su magia. Mi padre, nunca dejó de buscar la magia de la vida, destrozando la
realidad que tenía en las manos, buscando siempre algo nuevo y diferente, una
emoción nueva y excitante.
Sé
que ella le amaba porque le escribió esto:
Mi marido no sabe que estoy triste. Cree que
estoy apagada. Y yo no le digo que mi tristeza es por mi pérdida, y que la
pérdida es él. No quiero poseerlo, pero
sí que quiero un amante, un amigo, un amor, y un compañero, todo mezclado, o de
uno en uno. Y él lo ha sido. Por eso lo quiero de nuevo.
Mi marido me llena de etiquetas, y
no sabe que yo no soy una, que cada día que pasa, soy una diferente.
Mi marido no me quiere. Dice que
nunca me ha querido, pero si me ha querido, y ahora cree no quererme porque se
ha enamorado de otra o de otras, cosas, mujeres o personas, da lo mismo el
objeto de deseo.
Mi marido no se acuerda que siempre
fue así, que nunca tuvo interés por una única cosa, que siempre tenía que hacer
varias a la vez.
Mi marido no me entiende, no quiere
entenderme, y para ello usa la disculpa de que soy una mujer, que somos
complicadas.
Mi marido no sabe que sufro, o no
lo quiere saber, y sin embargo se apiada y apena de otra persona que dice
sufrir, aunque su sufrir sea egoísta.
Mi marido dice que soy una víctima,
que me comporto como tal, y no ve el esfuerzo que hago para no serlo.
Mi marido no es mi marido. Es mi
amigo, y dice que soy su mamá. Y soy todo eso. Y más.
Mi marido vive en un mundo de
fantasía, y quiere que esa fantasía se haga realidad, no quiere compromiso,
porque no es capaz de comprometerse, y sólo quiere relaciones superficiales que
no le dañen.
Mi marido es un pobre ser
atormentado en la búsqueda de la paz. No la busca en mi porque en mí ya la
tiene.
Mi marido es el niño que no quiere
abandonar, o el adulto que no quiere ser.
Mi marido me ama, desde el sentir
profundo de que yo soy el todo, pero me desprecia, desde el sentir de que no
soy suficiente para él.
Y por eso, mi marido es mi marido,
y este es mi lado de la vida.
Y
eso sólo lo escribe alguien que ama. Le amaba. Lo sé. No podía decir con tanta
frescura y sencillez, lo que sentía, y lo que mi padre hacía. No le era fiel.
No le era leal. Buscaba en otras lo que mi madre tenía y le ofrecía. Pero no lo
buscaba en ella.
Y
perdió su vida y su familia en la búsqueda de lo que ya tenía con él. Sin
saberlo.
LA
DUREZA
Mi
padre dolía.
Yo
sé que con cinco años, uno no puede recordar a su padre. Que como mucho
recuerda pasajes de la vida y los interpreta como puede.
Pero
mi padre dolía.
Dolía
su orgullo. Un niño de cinco años no puede llamar a eso orgullo, pero puede
saber lo que es y etiquetarlo después. Como yo le he hecho. Su orgullo
consistía en defender a ultranza todo aquello que pensaba y quería, sin dar
opción a dar su brazo a torcer. Y no era sólo tozudez, porque a veces decía “no,
porque lo digo yo” y no sonaba a tozudez, sino a la voz del león rota que
quería vencer como fuera la contienda, sin pedir perdón, sin humildad, sin
perdonar, con rencor…..
Dolía
también su tozudez, su cabezonería, cuando decía que “no salíamos porque a él
no le daba la gana”. Nos quedaríamos en casa y haríamos lo que a él le
apetecía. Y yo lloraba aunque no me gritara a mí. Y lloraba porque le gritaba a
mi mamá y le gritaba a lo que los dos
queríamos hacer y habíamos soñado juntos.
Dolía
su exigencia, cuando llegaba de noche y nada de lo que mi madre había hecho le
parecía bien, todo lo discutía, todo lo aborrecía, todo lo gritaba….y mi madre
a veces en silencio, a veces sudorosa, se refugiaba en mi mundo para mitigar la
angustia, la de ella y la mía, porque ella sabía que lo había oído todo. Y su
mundo de cuentos, empezó a nacer de ese dolor.
Dolía
su frialdad, porque aunque reía conmigo, no podía demostrar ninguna ternura, ni
tenía palabras de aliento o de confianza. Tan sólo podía emitir sonidos de
poder que transmitía a su heredero, y que no comprendí hasta la adolescencia,
cuando me preguntaba cómo era un hombre de verdad, y comprendí que mi padre no
lo era.
Dolía
su ausencia en los momentos en los que necesitaba su ayuda o su apoyo, y mi
madre llenaba con su amor, su respeto y su calor.
Dolía
su miedo, que convertido en bramido dejaba entrever un tufo a inseguridad y
vergüenza que ocultaba con desprecio, un desprecio que comprendí después de
muchos años, que era el que sentía por él mismo, como en un espejo, y que
pensaba que era debido a la culpa de los demás.
Su
culpa, su gran culpa, esa que le infligieron desde muy pequeño con la triste
experiencia de la exigencia permanente, el cumplir el deber estrictamente por
encima de cualquier otro valor o comportamiento, la responsabilidad impropia de
hacer lo que él debía y los demás también, la soledad de una vida sin
sentimientos ni calor, sin un te quiero ni una palabra de aliento, la sensación
de recibir un castigo o reprimenda antes de una justificación precisa y certera
de lo que había pasado o había podido pasar.
Esa
culpa que arrastró y que sólo comprendí a través de mi madre, que sí lo
comprendió, esa culpa también dolía en mi padre. Y mi madre, mi maravillosa
madre, lo había entendido.
Y
dolía por no haberlo entendido, no podía con mi edad, pero también por no poder
menguar su sufrimiento, porque al fin y al cabo, él sufría más que nosotros con
su comportamiento, y eso también me lo hizo entender mi madre.
Entender
a mi padre, a través de ella, que no fue más que su víctima, ha sido otro
regalo de los tantos que me dio ella.
Por
eso le perdonaba y le entendía, porque entendía su sufrir, y sabía o esperaba
que el niño que él fue, un día despertaría, con su inocencia y su belleza
interna para decirle: “Eres la mejor mujer que me pudo tocar en el reparto”.
Con
eso para ella hubiera sido suficiente. Y sin embargo en la espera de ese sueño,
se despertó de su pesadilla, porque alguien, yo, le dijo que no era feliz, y
ella entendió que estaba transmitiendo su sufrir.
Mi
padre quizás no lo entendió nunca, quizás sí y se le hizo grande.
Pero
al creerle mezquino y egoísta, ella me hizo entender que era desgraciado e
inmensamente infeliz, en la búsqueda de un imposible, y que lo mejor que lo
podía haber pasado era encontrar la felicidad, allí donde la buscara, aunque no
fuera con nosotros, entre nosotros.
¿Puede
haber un espíritu más generoso que el de mi madre? Él le pudo hacer mucho daño,
pero también con su miseria la obligó a convertirse en la mujer más maravillosa
y en el ser más generoso y adorable, que he conocido jamás. Y es un orgullo ser
su hijo.
MI
MADRE
Todo
lo que recuerdo de ella me sabe a miel. Puede ser porque haya muerto de una
forma tan dulce. Puede que todos los recuerdos sean dulces. Ella era dulce.
Mortificada pero dulce. Tremendamente dulce.
Dulce
como hablaba y cómo se expresaba. Dulce como me despertaba y como me susurraba.
Dulce cuando me esperaba a la salida del colegio, cuando cambié de colegio.
Dulce cuando me vestía y cuando me enseñaba a vestirme. Dulce cuando entraba en
su cocina y en sus problemas. Dulce cuando me consolaba en mis primeros
fracasos. Dulce cuando me obligaba a seguir adelante.
Dulce
pero firme. Con tesón, pero con toda la ternura y el amor que necesitaba.
Protectora pero no agobiante. Firme pero tolerante y flexible. Seria pero
risueña. Adulta pero con su niño pintado
en la cara y en su sonrisa. Madre y amiga, pero sin perder la forma de madre
que me guiaría por los problemas más elementales y frecuentes.
Me
reñía, sin abandonar su aplomo, nos peleábamos por los compromisos olvidados,
pero de la misma manera, hablábamos y compartíamos confidencias. Ella las de su
suerte y yo las de mis aventuras.
Me
guiaba por la corrección en las formas y maneras, y me revolvía por las
conveniencias, y ella me explicaba la diferencia entre los principios
auténticos y los falsetes de ocasión.
Me
aconsejaba con mil consejos inútiles para mi estupidez, y cuando yo rechinaba,
ella impasible, me los volvía a repetir hasta que por cansancio, aunque
enfadado, ya los había oído las mil veces.
Algo
se quedaría, me recordaba luego en la adolescencia. Y algo se quedó. Lo que soy.
Mi
madre tenía una belleza en la que lo importante era lo que representaba, lo que
era por dentro, y no lo que se veía o lo que aparentaba ser.
El
que no pudiera acercarse a ella, no podría entenderla, ni apreciarla. Y ella no
dejaba acercarse a cualquiera.
Su
pasado, su dolor, había levantado un muro, o cien, que la protegía de lo
desconocido. Su desconfianza, o su confianza herida, no dejaba traspasar el
muro a menos que ella lo permitiera.
Suerte
que yo siempre estuve del lado de su interior. Su bello interior. Todo lo que
soy y lo que sé se lo debo a ella. A ella, que no abandonó sus principios y su
amor, a ella que, a pesar de estar sometida, siguió creciendo, y a ella, que
abandonó su sueño imposible por su amor por mí.
Sé
que nunca tuve suficiente agradecimiento que dedicarle, ni palabras ni
pensamientos que darle, pero a ella eso también le sobraba eso. Era humilde
aunque su familia no lo fuera, porque su condición era como su belleza,
interior. Ella sabía que yo estaba agradecido por la vida que me había dado y
por la dedicación que tuvo conmigo. Lo habíamos hablado más de una vez.
Su
belleza, su condición humana, será una lacra para cualquier ser humano que
quiera conocerme, porque no habrá otro ser como ella, y aunque no la compare,
porque ella fue mi madre, el listón del conocimiento humano, lo ha dejado muy
alto.
Su
sufrimiento lo transformó en belleza, su dolor en amor, su sometimiento en
generosidad, su infelicidad en búsqueda, su frustración en sonrisas. Todo lo
que tocaba lo convirtió en éxito. Todo
lo que hizo, fue vivir y dejar vivir en paz. Y cuando no pudo más, se fue.
Ella
no murió de amor, ni enfermó de amor. Enfermó por la soledad a la que no estaba
acostumbrada, a la ausencia de violencia con la que había madurado, y yo diría
hasta crecido, porque quizás encontró en mi padre, la continuación de lo que
tuvo con mi abuelo, y no sé si no se casaría con alguien tan mayor por la
búsqueda del padre que no tuvo.
Nunca
me atreví a preguntárselo a la abuela, porque al fin y al cabo, si era verdad,
hurgaría en una herida cerrada después de muchos años, y si no lo era, no iba a
cambiar mi idea de ella.
Era
un ser único. Y enfermó gravemente sin que yo pudiera hacer nada. Ella que
luchó por mi futuro durante tantos años, cuando ya mi futuro era presente, ella
se fue. Y me avisó. Al menos no tengo esa pena. Ella me avisó. Y los seis
últimos meses de nuestra vida, pudimos poner nombre a muchas cosas.
Pasamos
lista a los recuerdos. Me habló de las cosas de mi padre. Me habló de su
familia y de cómo le ayudaron. Me habló de lo que sentía por mí, y lo que temía
por mí. Me habló de todo, menos de ella.
Y
le cogí de la mano, y le dije:”Mamá ¿y de ti?
¿qué me dices de tí?”
Y
ella con su dulzura me dijo: “Nada que tú no hayas vivido conmigo”.
Y
lloré. Yo no lloraba. Nunca lloraba. Era un hombre y no lloraba. Pero lloré. Y
ella lloró conmigo. Y no lloramos con ira o con rabia, con tristeza o con
dolor. No. Lloramos porque estábamos juntos. Habíamos crecido juntos y habíamos
compartido toda la vida.
Ahora
la vida nos iba a separar. Pero nos dejaba el recuerdo y lo vivido, y la vida
seguiría.
LA
ELECCION
Su
muerte no iba a ser dura, me dijo, su muerte sería dulce. Dulce otra vez. y yo
le pregunté “¿cómo sabes eso mamá?”. Y me dijo, lo sé. Todos vivimos lo que
queremos vivir. Elegimos libremente lo que queremos y a quien queremos, también
elegimos como morir.
Yo
no lo entendía. Y le pregunté por qué elegía morir. Y me dijo, no, no elijo morir.
Voy a morir y elijo cómo. La muerte no es una elección. Es una consecuencia de
estar vivo. Vivir es la elección. Y yo no estoy cansada de vivir, pero me toca
morir y lo voy a hacer eligiendo cómo.
Le
pregunté cómo se elegía y me dijo, visualizándolo. Y le pregunté cómo iba a
ser. Y me preguntó si de verdad querría saber. Y le dije que sí.
Me
dijo que no despertaría el día señalado. Que no sabía cuando, pero que no me
preocupara, porque no iba a sufrir. La sonrisa que tendría me dejaría sereno,
me dijo. La paz que irradiara, me llenaría de calma, me dijo. El color azulado, aumentaría mi
palidez, me dijo, pero transmitiría amor y no dolor, eso me dijo.
Ese
día, que no tardaría, pero que todavía no llegaría, sería un día grande. Con
mucha luz. Con mucho ruido. Con mucha alegría. Y yo no podría estar triste,
porque ella iba a estar bien. Y cómo no iba a sufrir, me iría a celebrarlo con
mis seres queridos. Y tendría que recordarla con una sonrisa, con la misma sonrisa
con la que ella sonriera, y con los recuerdos más alegres que recordáramos los
presentes en su fiesta.
Y
yo me horroricé, porque ¿cómo iba a celebrarlo? Y me contestó con su dulzura,
que por qué no, otros países y culturas lo hacían.
Y
yo le dije que en nuestra cultura eso no estaría bien visto. Pero en el fondo
pensaba como ella, que ¿por qué no? Pero también pensé que llegado el momento
ya vería.
Y
hoy, lo he celebrado. Con mis amigos, con mi familia. Sin ruido, sin
aspavientos. Casi sin que se notara. Hemos reído en su honor. Hemos cantado en
voz baja, para dedicárselo a ella. Hemos contado y dramatizado sus cuentos,
para que ella desde dónde fuera, se riera con esa risa en falso que la vida le
truncó. Y hemos sido felices recordándola.
A
ella le hubiera gustado más, mucho más. Pero más no hubiera podido, porque el
dolor de su ausencia, no me dejaba más ganas que celebrarlo así.
Ella
lo entendería, porque siempre respetó al otro.
Quizás
hasta demasiado, pensando que en vez de buena era tonta.
Pero
de tonta no tenía un pelo. Todo lo contrario. Lista y hábil. Esas eran sus
armas.
Cuando
decidió morir, porque ella siempre decidía, yo no dejaba de decirle que
siguiera el tratamiento, pero ella dijo no, y se acabó la discusión. No quería
sufrir y alargar torpemente unos días de su vida. Ella había vivido ya
suficiente, y muy intensamente, y no le quedaba nada por hacer en esta vida.
Ya
podía dejarme a mi suerte. Porque mi suerte era mucha, pero mi mayor suerte era
ella, y se iba. Además quería irse. No podía decir que se hubiera dejado
vencer, no se había doblegado, no había entregado su vida. Había terminado con
lo que tenía que hacer, y se iba tranquila. Sin ruido.
Ella
decía que su muerte sería como un sueño, otro más en su vida. Igual que dormía
y soñaba, cuando muriera ella parecería que dormía, y creería que dormía. La
diferencia, que no despertaría y no me abrazaría, pero en su sueño su abrazo no
acabaría jamás.
Oírla
era tan reconfortante sabiendo que se iba a morir. Ella no tenía miedo. Nunca
pareció tenerlo. Y yo estaba aterrado, pero hoy sin embargo triste y sereno, me
digo que ella no sufrió, y que quiso morir.
Yo
no lo entendía porque mi egoísmo quería tenerla conmigo, pero ella me decía que
ya estaba bien, que yo podía vivir sin ella. Que tenía otra ilusión, y que todo
estaba como debiera, que disfrutara de mi vida como ella disfrutó de la suya
conmigo.
Ella
era un ser excepcional. Ni un grito. Ni un lamento. Ni en su enfermedad, ni en
su muerte. Ni en su tristeza ni en su tormento. Jamás perdió los papeles.
Siempre supo estar a la altura, y curiosamente, ella creía que no había tenido
dignidad, pero había tenido paciencia, tolerancia y perdón, sobre todo perdón.
Al perdonarle, se perdonó a sí misma. Al olvidar el daño que le había hecho, se
había fortalecido y crecido. Al enfrentarse a él, su miedo se había vencido. Al
creer en sí misma, su valor se había reforzado.
Le
costó muchos años entenderlo y aceptarlo, pero cuando al final acabó el camino,
se encontró consigo misma, se gustó, y a pesar de su soledad, ella, sola,
conmigo, había conseguido ser ella.
LA
PAREJA
Ellos.
Quisiera encontrar un momento para definirlos. Un poco de paz en su vida. Un
poco de paz en la vida de los tres.
Pero
no puedo. Sólo los recuerdos impresos son capaces de mostrarme algún momento y,
viéndolos o leyéndolos, recuerdo lo que no quiero: que no hubo un solo momento
nuestro ni de ellos.
Ellos
podrían ser felices ¿por qué no?. La felicidad es la que uno tiene, la que uno
cree, y no la que busca. Y al tenerse el uno al otro, sin tenerse más que así
mismos, tuvieron que quererse. No hay más alternativa. Pero yo no lo percibí
así.
Es
posible que les durara poco. Es posible que él se cansara pronto. Es posible
que ella deseara otra pareja, todo el tiempo, o cómo ella decía, esperaba que
él fuera como ella quería o necesitaba, pero pronto todas las alternativas se
derrumbaron y quedó ¿qué?. El cansancio, la decepción, la desilusión, el
desamor, el desprecio, el hastío y el desengaño.
Ella
jamás dejó de amarle y de desear que todo fuera como lo soñó, pero él se
encargó de que todo fuera gris.
Él
no sabía hacerlo de otra manera, porque su vida también había sido gris, y eso
era lo que creía que debía ser la de los otros.
Sólo
encontró un poco de color conmigo, y sin embargo, ese color no fue lo bastante
alegre para contagiarle. El nos abandonó. Antes incluso de que ella se fuera.
La
pareja real fuimos nosotros dos. Tanto en su presencia como en su ausencia.
Vivíamos y convivíamos el uno con el otro y el uno para el otro. Y él, que en
principio se excluyó, luego fue excluido por nosotros y por la vida.
Y
en su pérdida nosotros ganamos, pero más ganó ella.
Ella
decidió antes de que desapareciera, que ya había desaparecido. Y decidió
afrontarlo con valor y coraje, como siempre. Y todo el coraje que ocultó para
salvar la situación y su matrimonio, le saltó de las entrañas para salvarse. Y su pareja no tuvo
nada que añadir a su decisión.
Ella
se propuso ganarse la vida, y de la nada inventó un mundo que le había
acompañado. Un mundo que nos dio de comer a los dos y que nos proporcionó un
futuro común y una forma de vida que nos unió todavía más. Y a él lo alejó como
un perro apaleado, sin entender qué había pasado y por qué había perdido su
poder.
Ella
quiso que yo viviera con la dignidad que siempre soñó para ella, y su sueño
proyectado se convirtió en realidad, cuando con el tiempo, todo su verdadero
sueño se cumplió. Y él ya no estaba para verlo, ni física ni realmente.
Ella
fue la pareja en todo momento y él sólo jugó un papel secundario que hubiera
querido para sí mismo, pero la vida pone todo en su sitio y él terminó
desintegrándose de la nada, para ser eso, nada.
Ella
también escribió de su pareja, como lo
hacía de todo, y me dejó su testimonio:
Mi querida pareja:
No sé donde estarás, tampoco
importa mucho, porque en este momento viajas conmigo por el mundo de la
fantasía, ese mundo que tanto me ha ayudado a lo largo de los años.
Te quiero lo sé, pero ahora que he
aprendido tanto, no sé si también te amaré. Me gustaría amarte, pero como amar
es un verbo, no sé cómo lo estaré haciendo.
Realmente no se qué tal lo estaré
haciendo en muchas cosas, espero y tengo paciencia. Así desarrollo una de las
cualidades más difíciles para mí. Espero y aprendo con gran incertidumbre, y
con gran paciencia, e intento aprender que debo saber de mi vida.
Una vez el desapego se ha
manifestado, y manifestada la independencia, espero por la interdependencia, y
la sinergia.
Pero es que no sé mucho de ti. De
tus sentimientos, ni estás abierto, ni comunicativo, y no sé qué hacer para
ayudarte, ni siquiera si lo necesitas.
Quiero reír y parezco estúpida,
todo me sobra.
Quiero amarte, pero no sé cómo, ni
si te gustará, al fin y al cabo da lo mismo ya que lo único importante y no
urgente es amarte. Así de simple.
Yo te quiero y te amo, por tu risa, por tu alegría, por tu
pasión, por la que tuviste, por la que sé que aún tienes.
Yo te quiero y te amo por tu
ternura, por tu gracia y tu inteligencia, por tu capacidad, por tu amor, por
los que conocí, por lo que sé que tienes en alguna parte.
Por tus besos y tus abrazos, por tu
amor y tu amistad, los que me diste. Los que recuerdo.
Eres tierno y angelical, y tu
espíritu de niño, lucha por salir, y queda tranquilo, pero tu corazón de
adolescente se rebela por apasionarse a cualquier precio. Así te recuerdo. Así
te conocí.
Tu serenidad de adulto te pondrá los
pies en el suelo y al final todo mezclado te dará la clave.
Te esperaré mientras hacemos el
camino, en él y al final.
Y estaré a tu lado hasta que sepa
qué quieres y qué necesitas.
No importa tu rechazo, ni tu
desdén, lo entiendo. Y esperaré a que se agote. El péndulo hará inexorable el
resto.
Lo he vivido y lo he experimentado.
Por tanto sé lo que tengo que hacer. Total tengo tiempo y ganas. Qué más puedo
pedir. Yo espero con ilusión mi camino.
Y lucho en mi interior.
Y en la lucha pierdo y gano, como
en todo, como siempre, me desanimo, pero lucho, y aunque ahora esté vencida,
resurgiré de nuevo para luchar, no para combatir.
Lucho con amor, por el amor, aquí y
ahora, siempre así, no me cansaré, sólo descanso antes de empezar de nuevo la
batalla, de recomenzar.
Y así ha sido, como en todos los
tiempos, inexorablemente así, simple ¿no?.
De
la pareja de padres me quedó su recuerdo y el perfume de mi madre.
De
la pareja de parejas, me dejó un recuerdo de lo que no sería yo y el respeto
infinito de lo que ella había dedicado a esa pareja que deseaba.
De
la pareja de personas, la estela que como hedor blandía en sus fotos, no
borraba la sonrisa de mi madre, que valía más, que las mil risas histéricas que
había compartido con mi padre. Porque sólo la sonrisa dulce de una mujer
abandonada y dedicada, me valía la pena.
De
la pareja de principios, los de mi madre prevalecían, porque me habían
enseñado, y porque su compañía, era el valor que necesitaba.
De
la pareja de adultos, la niñez delicada de mi madre ganaba a la podredumbre de
rectitudes hipócritas de mi padre.
De
la pareja de alegrías, prefería la sencillez de la sonrisa oculta, que las
carcajadas violentas dedicadas a llenar las ausencias permanentes.
De
lo que pensaba de la pareja, mi pareja decía, que gracias a lo vivido y
sentido, mi pensamiento le favorecía porque se convertía en pensamientos y sentimientos,
que le llenaban de calor.
Y
es que, por más que hubiera tenido carencias afectivas con mi padre, mi madre
había llenado tantos huecos, como ausencias me había producido él.
Y
su defecto de pareja, me había servido para tener mi ideal de pareja y mi forma
de decir te quiero a los demás.
Puede
ser que no fuera un tributo a mi padre, pero en cierto modo, él o la ausencia
de él, me habían convertido en el hombre que era hoy.
Claro
que eso lo había modelado mi madre. Con su amor, no dejaba que el ejemplo
nocivo que pudiera haber recibido, se instaurara en mí, y luchaba con sus
principios para descartar ese aprendizaje que se había perpetuado en mi padre.
Ella
consiguió que el valor del respeto, primara sobre el del poder absoluto. Que la
comunicación fluida, fuera la herramienta de intercambio. Que la ternura
estuviera presente en cada uno de los momentos íntimos que disfrutara. Que la
sencillez y tolerancia, imperaran en la relación de pareja. Que el amor
impregnara cada uno de los tiempos de mi vida. Que deseara relaciones posibles
y sinceras. Que buscara cariño y no pasión. Que
protegiera, sin amar. Que no obtuviera, sin dar.
Mi
madre, consciente de lo que había querido y necesitado, y había perdido con el
tiempo y la desilusión, me enseñó a amar, amando, y me educó para que toda la
relación que comenzara, la llevara al límite del respeto y la tolerancia, del
amor y la dedicación, y que eso lo hiciera con todos los seres con los que
decidiera convivir.
Mi
madre, se había sacrificado educándome, porque aunque hubiera querido vivir su
vida, vivió primero la mía, y cuando ya vivía mi propia vida, comenzó a morir.
Su
muerte, la muerte de su pareja primero, y la de su vida después, me marcó de
diferente manera. La de su pareja, me alivió al eliminar tensión en nuestras
vidas y al dejarme respirar tranquilamente la vida como venia. La de su vida,
me dejó huérfano de cariño y sensaciones, y lleno de recuerdos y emociones.
Su
muerte, dulce y lenta, no fue un bálsamo
como lo fue la de mi padre.
EL
SUFRIMIENTO
Mi
vida, tan corta y tan llena. Estaba llena de emociones encontradas por lo que
sentía por mi padre y por mi madre.
Sentía
que siendo mi padre, no pudiera sentir que fuera mi padre. Quizás porque no fue
mi padre auténtico, no fue ese padre que protege y ayuda, aunque si fuera ese
padre orgulloso de su vástago.
Pero
su orgullo, mal entendido, no educaba mi necesidad, sino que llenaba su ego del
sentir que un niño lo adorara. Entonces, aquello me parecía divertido, y hasta
lo buscaba y me hacía reír, igual que lo hacía su risa.
Pero
al crecer, y ver que esa imagen adorada, atormentaba de igual manera a mi
madre, a mi ángel, a mi protectora, a mi cuidadora, la adoración se convirtió
primero en estupor, y luego en sufrimiento.
Sufría
con el sufrimiento de mi madre. Sufría con la decepción de mi madre. Sufría con
la tiranía de mi padre. Sufría con la injusticia de mi padre. Sufría. Y mi
madre, lo sabía.
Lo
sabía y le quitaba importancia. Decía que no había sufrimiento que no
desapareciera con un bálsamo. Y que el bálsamo me lo haría ella. Me frotaba,
quien sabe con qué. A mí me sentaba de maravilla. Parecía que toda la vida me
fuera en ello. De los sollozos que no tenía, pasaba al sueño de la
tranquilidad, a memorizar las caricias, y a dormir lo desagradable y
convertirlo en aprendizaje.
Ella
decía que todo nos pasaba para aprender, y que aunque no lo entendiera, estaba
aprendiendo a crecer y a creer en los demás, que todo lo que decíamos y
hacíamos tenía siempre, por mal que pareciera, un final adecuado que tendríamos
que interpretar.
¿Cómo
puede un niño entender eso? Pues lo entendía, porque ya de mayor, me planteaba
si había aceptado la situación, porque me había acostumbrado a ella.
Sabía
que no. Yo no quería aquello, ya desde niño, no me parecía bien la actitud de
mi padre, y quería que cambiara, pero tampoco entendía que mi madre dijera que
aquello no estaba mal. No lo entendía. Pensaba que ella toleraba aquello por
costumbre.
Pero
no era así. Es verdad que se había sometido. Es verdad que se había anulado. Y
eso sólo lo entendimos los dos, después de muchos años.
Pero
entonces y sólo entonces, ella estaba soportando aquello porque creía entender
a mi padre, y lo disculpaba, ella decía que lo entendía, porque su vida había
sido igual.
En
la época de su padre o mi padre, la misma porque se llevaban apenas diez años
de diferencia, la voluntad de las mujeres se anulaba por la fuerza y protección
de los hombres, y ellos habían aprendido a crecer con ello.
Claro
que eso, no justificaba la violencia verbal de los insultos o el desprecio, y
tampoco que la falta de respeto, fuera una costumbre, ya que otros hombres, se
habían educado en las mismas costumbres, y habían adoptado otras. Pero ellos
no.
Pues
a pesar de eso ella, tenía otra explicación y justificación. Él había crecido
con mucha violencia, y con mucha ausencia. Y por eso era como era.
Ella
no quería ser su diana, pero decía que si no lo era ella, lo sería yo, y eso no
podría soportarlo.
Por
eso aceptó su papel de filtro, y dejó que el desprecio constante de mi padre,
se siguiera de la vejación y la infidelidad, diciendo que lo disculpaba para
que canalizara su ira.
Ella
decía que era su forma de quererla, era su forma de entender que la quería, y
ella lo aceptaba por todo el amor que sentía. Y yo le decía que eso no era
amor. Eso era indignidad. Pero ella repetía, que si no lo hubiera querido y
perdonado, ¿Quién lo iba a hacer, si no?.
Ni
hoy ni ayer, lo disculpo, lo justifico o lo entiendo. Ni hoy ni ayer, me parece
justo y racional. Ni hoy ni ayer, me sirven para olvidar. Sí para perdonar,
pero sólo porque se lo debo a mi madre. Ella lo quería así, por mi padre, y por
mí. Olvidar y perdonar.
No
puedo cambiar lo que pasó, pero sí puedo cambiar lo que yo pueda hacer o pueda
enseñar. Y eso es lo que voy a hacer. Desde ahora, y desde siempre, cambiaré mi
forma de educar, cometiendo otros errores, lo sé, pero al menos no cometeré
aquellos que vi cometer, o aquellos que no me gustan. Los otros errores, aún
debo conocerlos….y aprender de ellos.
LA
SOLUCION
Mi
madre quería solucionar su vida ganándose el pan, con pan.
Y
decidió hacer lo que mejor sabía, cocinar.
No
era fácil, y no era imposible.
Ella
lo tenía todo pensado. Podía fracasar. Pero ¿Cómo iba a fracasar con todo el
amor y tesón que ponía y tenía?
Ella
sabía hacerlo. Sólo faltaba la acción.
Lo
tenía pensado. Lo había visualizado.
Sabía
de las complicaciones, y que le llevaría tiempo y esfuerzo, pero estaba
decidida, y por tanto era imparable.
Y
puso manos a la obra.
Diseñó
un menú. Uno para niños y otro para adultos. Lo cambiaba todos los días. Tenía
20 platos diferentes, los que más le gustaban y los que mejor le salían.
Incluía postre. Diseñó unas tarjetas para la publicidad. Y puso su teléfono y
mucha ilusión. Y comenzó a caminar. Con el tiempo, incluso aumentó el número de
platos.
Por
las noches preparaba los ingredientes, y por las mañanas después de dejarme en
el colegio, comenzaba la faena. Acababa con el tiempo justo de recogerme. Las
tardes, se le iban entre tareas, paseos y compras….y por la noche, cuando me
acostaba, y después de leerme mi cuento, ella, volvía con sus calderos.
Tuvo
que comprar varios calderos. Empezó con los de casa, y hacía menús para pocas
personas. Pero pronto los pedidos fueron en aumento y tuvo que aumentar el
número de raciones y la variedad de los menús. Tenía clientes habituales, que
comenzaron a hacerle algunos pedidos especiales. Y ella los confeccionaba con
mucho amor y respeto. Todo lo que pedían, intentaba complacerles.
Ella
los combinaba con los que diseñaba, hoy una cosa, mañana otra. Les cambiaba las
salsas o los condimentos. Intentaba satisfacer los gustos exigentes de los
clientes, que cada vez estaban más contentos y eran más numerosos. Los menús
parecían exquisitos y distintos, y a veces sólo cambiaba una cosa, pero con su
magia, con su creatividad, o la forma o el sabor o la presentación, cambiaban y
todo sabía diferente y siempre de maravilla.
Ella
decía que había convertido su tesón en la creatividad de su madre y de su
hermana en la cocina.
Los
calderos también aumentaron su tamaño, y la actividad febril de mi madre,
parecía no cansarle nunca. De hecho, la sonrisa era más grande y el tiempo que
pasábamos juntos también.
Mi
padre ya no iba a buscarme al colegio, y ella se encargaba de todo. Me recogía,
hacíamos las tareas, dormía la siesta, e íbamos al parque y al súper. Por la
noche cuando yo caía rendido por el ajetreo del día, todo volvía a empezar. Y
así todos los días, día y noche, noche y día.
Ella
era feliz o estaba muy ocupada, porque había dejado de llorar. Y yo era feliz
de verla feliz.
Su
llanto no era ruidoso, pero su corazón lloraba y yo lo oía, igual que lo oía
desde su vientre, con la misma intensidad y dolor. La dejaba llorar, de niño y
de grande, porque me parecía que tanto dolor, tenía que salir. Tenía que
abandonarla.
Sin
embargo, sus lágrimas se habían convertido en recetas, y las recetas variaban
en su preparación y diseño, y teniendo el mismo aporte nutritivo, se encargaba
de adornarlo y ocultar la cotidianeidad. Cada lágrima era un plato nuevo y
diferente.
Los
niños se chupaban los dedos, lo mismo que yo, pero además, las madres estaban
encantadas de que sus niños comieran tan bien, y le pedían las recetas a mi
madre que con gusto se las daba. Luego ellas volvían a decirle que les diera la
receta completa, porque no les había salido igual. Y mi madre les sonreía,
porque no estaban entendiendo nada.
Les
faltaba el amor que mi madre ponía en esos platos. Y ese amor era exclusivo de
mi madre, ella lo había aprendido llorando. Ellas dejaban de hacer los platos y
las recetas, y seguían comprándole menús. Y nosotros seguimos viviendo.
Llegó
un momento en que el trabajo se desbordó. Hacía tantos menús, que los calderos,
cada vez eran mayores, y el tiempo no podía estirarse más. Entonces decidió
hacerlos por encargo. Y las lágrimas ya no brotaron, pero los platos siguieron
inventándose.
Como
vivíamos estupendamente con los ingresos de mi madre, no necesitábamos
apurarnos. La comida daba para unas cincuenta personas todos los días y para
nosotros dos. Mi madre no corría haciendo la comida, la hacía sin prisa y sin
pausa, sin descanso ni vacaciones, pero la hacía para esas cincuenta personas
todos los días.
Como
eran clientes fijos, y algún otro nuevo que caía, también eran nuestros amigos.
Algunos permanecían, y otros iban y venían, pero todos los que comían de sus
platos, se convertían indefectiblemente, en nuestros amigos.
A
medida que yo crecía, por las noches, después de las tareas, aprendía los
secretos de mi madre, y le fui echando mi pequeña mano mientras compartíamos la
riqueza de la cocina.
Mientras
cocinábamos, ella me educaba.
Y
cuando acababa con la educación, me duchaba y me acostaba. Y siempre tuve un
cuento. Un cuento maravilloso y único que me enseñaba a crecer. Con los cuentos
hacía como con las recetas. Aunque me contara el mismo cuento, a mí me parecía
un cuento único, la primera vez que lo oía. Cambiaba el personaje o el motivo,
pero a mí me parecía otro cuento maravilloso y único.
Mientras
los platos cambiaban de nombres y especias, me convertía en un pequeño hombre,
y los cuentos se fueron convirtiendo en consejos, primero y pequeñas lecciones
después.
Sé
que puede parecer que la adoraba, pero es que ciertamente la adoraba.
Todas
las noches nos confesábamos. Ella decía que no tenía vida, porque sus fogones
le impedían tener experiencias que contarme, pero cuando me contaba las
experiencias de su cocina, le oía extasiado porque era capaz de sacarle colores
a sus platos y a sus vivencias. Cada amigo nuevo que hacía, era motivo de un
cuento, un consejo o una vivencia.
Y
ella que era tan vivencial, sabía sacar provecho de todo. Recetas,
experiencias, consejos y cuentos, personas, calderos y problemas, todo era para ello lo mismo; un
motivo para vivir.
A
veces pensaba cómo podían cuatro paredes dejar transpirar tanto amor por la
vida y el trabajo, y cómo eso podía trasladarse a los platos.
Y
poco a poco, casi sin entenderlo, fui haciéndolo yo también. Había heredado su
intuición, y su amor, y comencé yo también a hacer lo mismo que ella.
Quizás
fuera un don, quizás una habilidad, pero los dos éramos unos maestros.
Así
olvidé que era un adolescente insolente, porque ella me decía que mi pobre
cuerpo estaba sometido a un estrés que ningún adulto toleraría. Así que me armé
de valor y principios y acostumbré a los demás a mis cambios de humor, a mis
amoríos imposibles, a mi gusto por la música, a mis clases de danza, a mis
partidos de fútbito, y a mis hormonas torturadas.
Poco
a poco, fui creciendo igual que lo hizo la cocina y el negocio. Tuvo que
contratar, primero a una pinche, que seguía a la perfección sus indicaciones.
Ella no tenía el amor de mi madre, pero sí la voluntad. Y como ella siempre le
ponía el punto final, los guisos y los aromas, se sucedían simultáneamente de
la forma que mi madre los concibió y me los enseñó.
Cuando
la cocina no dio para más, tuvimos que cambiar de lugar de trabajo. Ya mi
adolescencia quedaba atrás, la universidad, había quedado relegada por el sabor
de los platos, y mi madre, que quería un trabajo digno para mi, había entendido
que el que ella comenzó, era el mejor que se adaptaba a mi necesidad. La
universidad de los fogones, la llamó. Y aceptó mi decisión.
Sabía
que daba mucho trabajo, y que me daría no pocas preocupaciones, pero también
que tenía muchas alegrías, y tras un breve forcejeo intelectual, en esas noches
de intercambio de vivencias y consejos, accedió a que la heredara.
Yo
creía que ella era única en la cocina, pero poco a poco, entendí que los dos
éramos lo mismo. Yo tenía veinte años, y me había pasado quince ya, entre
fogones. Nadie se atrevía a decirme que tenía que hacer. Por intuición o por
costumbre, ya lo sabía.
Ella
quiso que aprendiera o probara con otro cocinero, pero yo le dije ¿para qué?,
ella era excepcional también para eso, y yo quería seguir con lo que ella había
empezado.
Todo
lo que hicimos, fue crear menús diferentes y espectaculares, que fueran
atractivos por igual para niños y para adultos, y eso que había funcionado
desde hacía quince años, seguía funcionando. En la vida, decía, no hay que
inventar nada, sólo observar y crear, aprovechando lo que observes.
Ella
quiso entonces completar su sueño. Hacer la comida en su restaurante.
Yo
le hice números. Económicos y vitales.
Los
económicos nos decían que la empresa podía funcionar. El tiempo de dedicación
era mayor, pero también lo eran las expectativas de crecer.
Ella
creía en el proyecto y le hacía ilusión, pero a mí me tocó estropear su fe a
base de superficialidades y egoísmos propios de la edad, pues yo quería vivir
también mi vida. Esa vida que no tuve o no quise tener por decisión propia,
pero que no quería perder del todo. No a mi edad.
De
nuevo entre consejos, forcejeamos, y de nuevo gané.
A
veces creo que no me lo perdonaré mientras viva, pero en otras ocasiones, me
alegro de haberlo decidido así, para poderla disfrutar más.
En
realidad mi egoísmo quería disfrutar de mi madre, de su presencia, de su
compañía, de su inteligencia, de su alegría, de su conversación, de sus
consejos, incluso de sus cuentos……
Si
ella hubiese montado otro negocio, no podríamos haber pasado estos últimos diez
años de tranquilidad, consejos, cuentos, y vivencias extraordinarias, juntos.
Luego
me lo recordó cuando enfermó y cuando me enamoré.
Cuando
enfermó, porque su huida iba a ser inminente. La fatalidad lo quiso así, y ella
decidió dejar que la vida le marcara los tiempos. No hubo intervención. Y no
sufrió. Ni siquiera al final. Fue como ella siempre quiso.
Cuando
me enamoré, porque su intuición, le dijo que lo haría, cuando aquella
muchachita apareció en su vida, en nuestra vida.
Su
dedicación y delicadeza en la preparación de los platos, la cautivó, a ella y a
mí.
Su
belleza burda y natural dejaba ese halo de naturalidad que espantan a los
moscones, pero que a mí me parecía única. Y ella se dio cuenta de todo. Me
preguntaba que qué tal me sentía, que cómo me iban las cosas, y por primera
vez, quise preservar mi intimidad. Y no porque tuviera nada que ocultar, sino
por la vergüenza que sentía al no estar tan pendiente de ella.
Pero
ella lo supo. Siempre lo sabía todo. Lo intuía.
Una
noche de consejos me lo dijo: “Hijo, te he criado y educado para que seas
feliz. He sido respetuosa contigo y te he dejado libertad. Nunca has hecho nada
que no hayas querido, nunca hemos cruzado la delgada línea del respeto. Ni tú
ni yo. Yo he decidido hacer mi vida. Esta es mi vida. He decidido estar contigo
porque me necesitabas. Yo lo decidí así. No te pedí nada. Tampoco me lo pediste
tú. Ahora es el momento de separar un poco nuestras vidas. Así tú no te
ahogarás y yo tampoco. Debes seguir tu vida”
Al
principio me asusté. Ella no me hablaba así a menudo. Era franca pero había
sido dura. Pero también había sido inteligente y realista.
Yo
no sabía que responderle. Tenía un nudo en la garganta. Quería salir corriendo
para no enfrentarme a la situación…….
Pero
no lo hice. La miré, y suave y tranquilamente le dije “gracias mamá”. Y creo
que con eso ya lo había dicho todo. Me relajé, traté con naturalidad a esa
criatura maravillosa que compartía los fogones con nosotros, y con el tiempo,
ella se convirtió en la que compartía conmigo las noches de cuentos. Las noches
de los dos o las noches de los tres.
Las
dos eran felices, conmigo y con ellas. Las dos compartían su amor por mí, y su
dedicación. Mi madre se relegó voluntariamente a un segundo lugar de mi vida,
pero cobró fuerza en la cocina, y mi mujer, inteligente como ella supo que lo
que tenía que hacer era aprender lo que mi madre quisiera enseñarle. Nunca
compitieron. Y yo se los agradecí a las dos.
Con
el tiempo, los guisos de una y otra, con sus matices, sabían al amor que le
ponían. Una al amor de madre, y otra al de enamorada. Pero sólo yo, percibía la
diferencia. Los clientes decían que eran dos ángeles de los fogones.
Eso
parecía que me dejaba a mí en un lugar incómodo. Pero eso sería así, si yo
quisiera competir con ellas.
Pero
no quise, y me convertí en el guardián del negocio familiar. Me dediqué
preferentemente a potenciar la publicidad y a vender los productos que
envasábamos. Ellas se dedicaban a cocinar con sus ayudantes, y a compartir
conmigo sus aventuras culinarias.
Por
las noches convivíamos y nos contábamos cuentos y secretos. Y yo cocinaba para
ellas.
Ella
no era una intrusa en nuestra relación, pues nuestras vidas estaban tan
ligadas, que ella era una más. Pero con su maestría e intuición, sabía cuando
debía estar al margen de la relación y abandonaba a la pareja cuando creía que
debía hacerlo.
Si
hubiera durado treinta años más, nos habríamos reído de tanto cariño. Pero duró
tanto como su enfermedad.
EL
DESENLACE
Un
día no te levantaste.
Dijiste
que estabas cansada. Y nos extrañó.
Tú
nunca estabas cansada.
Una
gripe, dijiste, es sólo una gripe.
¿Has
ido al médico? le pregunté. Y me dijo que no, que no era necesario.
La
gripe duró quince días, los quince entre fogones, agotada, pero en pie.
Marchita pero con su perfume habitual, y sin hacer caso de nuestros ruegos y
preocupaciones.
Decía,
en primavera se me quitará, pero no se le quitó. Y cuando una noche de
consejos, le enfrenté a la realidad de que no es importante cuanto vivas, sino
cómo lo hagas, accedió a ser vista por un médico. De nuevo gané esa noche de
intercambios. Y ya iban tres. Tampoco necesitaba más, cada pequeña discusión se
convertía en una pérdida de tiempo para nosotros. Y yo la necesitaba fuerte y
alegre. Tenía mi compañera, pero ella era mi compañera de la vida, y no podía
dejarse ir.
Fuimos
juntos al médico y tras tres semanas de rutina médica, pruebas, consultas,
angustias e incertidumbre, nos sentamos frente a frente para enfrentar juntos
el dolor de la separación.
Se
iba a morir. Era inevitable. Lo haría en pocos meses. Tenía por delante poco
tiempo, y mucho que hacer.
Tenía
frente a sí la elección. Abandonar la vida a su suerte o luchar con
consecuencias. Consecuencias impredecibles, consecuencias que podrían traer
nuevas esperanzas, pero consecuencias que marcarían la vida por vivir.
Me
miró y me dijo: “Hijo, hace poco me dijiste que lo importante era la calidad de
la vida que viviéramos, no la cantidad que nos quedara por exprimir. Sé que no
te va a gustar mi decisión, pero decido abandonarme a mi suerte, y dejar que
cada minuto de mi vida se convierta en el último, hasta que éste llegue. Sé que
te dejo en buenas manos, y que sabrás perdonarme y entenderme”
Y
nos abrazamos. Con un abrazo profundo y enriquecedor que sirvió para poner fin
a las lágrimas y trazar un plan de despedida.
Ella
quería seguir entre fogones hasta que las fuerzas no le sostuvieran. Yo que
descansara para hacernos cargo del negocio.
Ella
quería que todo siguiera igual, porque nada había cambiado. Su fecha de
caducidad no tenía que ver con lo que le quedaba por hacer y vivir.
No
era diferente a cualquier otra persona. Ella no estaba enferma, decía, sólo que
sé cuando me voy a morir. Los demás pueden morir antes que yo, o mucho después
pero no saben su fecha, yo sí.
Su
entereza, me desarmó, y aquella noche, ganó ella su batalla. Tampoco fue la
única, pero sí su hazaña más importante.
Comenzamos
a vivir su muerte. Nos acostumbramos a ello. Convivimos con ella.
Y
no duró seis meses. Duró dieciséis. Por su tesón, su alegría y su vitalidad. Y
sufrió un día, sólo uno. El último. Y sufrió por verme sufrir a mí.
EL
ÚLTIMO CUENTO
Ella
dedicó todos esos meses a contar lo que había escondido.
Toda
la historia, fue desempolvada.
La
historia escrita, en papeles ajados, daba paso a la versión de los hechos que
desgranaba noche tras noche.
Comenzó
por explicarme cómo se había enamorado.
Me
contó su sueño, su sueño imposible.
Lo
vivió como imposible al enamorarse, pensando que no podría hacerle sentir amor,
al creer que no iba a estar a la altura de su vida. Era joven, y era normal que
pensara así.
Lo
vivió como imposible viviendo su realidad. Primero porque siempre creyó que el
cambiaría. Luego porque cada día él parecía más hastiado. Luego porque él
desprecio se instaló en su rutina, le siguió el desdén y con él la violencia
del silencio y el desamor.
Ella
sólo quería su pareja. Un amor que le protegiera de su desdicha. Un caballero
que se enorgulleciera de su talento. Un amigo que la escuchara sin fin. Un
enamorado que le hiciera vibrar las entrañas. Un marido que viviera encantado
con su presencia. Un compañero que la volviera loca entre sus brazos.
Él
no hizo nada de eso. Sólo lo contrario.
Ella
se sintió decepcionada al principio. Se casó con él enamorada y quería su
compañía y protección. Por eso se había enfrentado a su familia y se había
alejado de los suyos. Él era mayor, casi como un padre, y se comportaba como un
adolescente caprichoso y malcriado.
Ella
sabía que la quería. Siempre lo había sabido, y siempre lo recordaría. Por eso
nunca se enamoró de nadie más.
Decía
que la quería a su manera. Él no conocía otra manera de amar.
Mientras
duró su relación aguantó y toleró. Siempre pensando que todo acabaría bien, y
que él se convertiría en su sueño. Era lo que deseaba.
Jamás
pensó otra cosa. Nunca perdió la fe en esos primeros años.
Cuando
yo llegué, convertí la casa en fiesta y la rutina en bendición.
Parecían
felices. Pero duró poco.
El
olor a perfume se multiplicaba, las ausencias dolorosas se sucedían, y la
desconfianza aumentaba, pero nada era comparable a la alegría del bebé.
Y
aguantó de nuevo.
Cuando
ya no aguantaba la soberbia y la indignidad, pensaba en abandonarlo todo. Hacía
mentalmente las maletas, y volvía con su madre. Pero poco después volvía a su
casa y a su mundo, porque era el mundo de él y del bebé.
El
bebé creció, pero la situación empeoró.
Ya
no había vergüenza en mostrarse babeando con otra. Ya, las ausencias de las
tardes de infidelidad, se convertían en una rutina. Ya, el hijo común, no
bastaba para comprender la situación.
Ella
entendía que él la quería y mucho. No se hubiera entendido de otra manera si
seguía volviendo a su casa. La casa en la que estaba su hijo, y podría parecer
que volvía por eso, pero también la casa de ella, la que ella cuidaba y
protegía, para los dos, para los tres. Él podía seguir con su hijo, sin seguir
con su casa o con ella. Podía excluir lo que quisiera. Tenía poder. Pero no lo
hizo. Ella lo entendía y lo aceptaba.
Hasta
que llegó aquel día.
El
día en que las palabras ya no existían, el día en que un niño dice, no eres
feliz, mamá, el día en que ella comprende, que era el final de un sueño.
Hace
sus maletas de verdad, pone sus recuerdos en orden, y toma el camino correcto.
Se
enfrenta a la situación, y le dice ¡basta!.
“No
soy la que crees que soy, sino la que quieres que sea. Has dicho que sea de una
manera sesgada y concreta, para satisfacer tus instintos y tu ego. Lo soy y lo
he sido. Pero no lo seré más. Mi hijo no merece un padre que no sea padre ni
sea persona. Me has vejado y me creía hundida. Pero nuestro hijo me ha dicho
que no soy feliz, y con eso, teniendo razón, me demuestra que se da cuenta de
lo que vivimos. Una mentira concreta. Una mentira que tiene que acabar. Hoy es
domingo y tienes que decidir qué vida seguirás a partir de mañana lunes. El
trabajo y nuestra vida en común. El trabajo y tu vida superficial. Lo que
quieras. Pero todo no. Yo acepto una de las dos. Con una vivo contigo y con la
otra no. Mi hijo, nuestro hijo, se quedará conmigo, donde quieras y en las
condiciones que quieras. Y tú elegirás qué es lo que quieres de verdad. Ya no
soy la niña que conociste, ni la muchachita con la que te casaste. Ya me
convertí en una mujer con su vida. Pero también en una madre con la vida de un
niño pendiente de un hilo, y quiero que mi hijo, nuestro hijo, viva tranquilo,
y respire felicidad. No le estamos dando un vida digna”.
De
un tirón y sin dejarlo balbucear. Lo dejó de piedra. No esperaba tal reacción,
y aunque reaccionó con violencia reprimida, no les hizo daño. Cogió sus cosas,
se dio media vuelta y lamentando lo que iba a hacer, se marchó hacia su vida
superficial y triste.
Mi
madre no lloró. Y no lo hizo, según me contó, porque fue tal el miedo que pasó
al vencer su cobardía, que el hecho de vencerla, la dejó exhausta, y exhausta
no podía llorar. Pero no lloró nunca más por ese momento.
Lloró
de soledad. Lloró de desesperación. Lloró de orgullo. Pero jamás por el miedo
que pasó ni por el dolor que sufrió. No. Jamás.
Ella
se llenó de perdón y de amor. El perdón que me enseñó y el amor que vertió en
sus calderos.
Su
orgullo no le dejó ser ayudada.
Él
no quiso ayudarla. Dijo que si lo había echado se tendría que arreglar sola. Y
ella lo hizo así.
Empezó
de cero. Y llegó a donde llegó.
Sus
desprecios publicados, y su ira no contenida. No le sirvió de nada a él. Ni
para la custodia de su hijo, ni para el cariño de su hijo. Ella no quiso
doblegarse más, y luchó por su hijo, que se quedó con ella para siempre. Pero
se quedó por conveniencia legal primero y por decisión propia después. Su hijo,
o sea yo, no quise jamás estar con él, salvo lo pactado con el juez. Y cuando
él se cansó y no vino a verme más, no me dolió. Yo sí sabía lo que mi madre
había sufrido, y yo sí le guardaba rencor a mi padre. Mucho rencor. No me
vengué con desafecto, pero no sentí amor por él. Ni siquiera ganas de su
compañía.
Mi
madre decía, que fuera con él, que era necesario, que eso hacía la relación, pero
yo buscaba excusas creíbles, y le mentía, para poder volver a mis queridos
fogones. Con mi madre.
Durante
dos años, tuve que convivir con aquel suplicio. Y a los dos años se cansó. Ni
siquiera me importó.
Me
había liberado y no quería más explicaciones. Él ya me había explicado lo que había
pasado con mi madre, y me había intoxicado con sus ideas infectadas de odio y
rencor. Todo lo contrario a mi madre. Y claro un niño de cinco, de seis y de
siete años ¿Qué iba a preferir?.
Ella
insistía en que era bueno y que me quedara con él. Una y otra vez, mientras yo,
llorando le suplicaba que me dejara con ella, con mi mamá, y él sin embargo
decía que yo no quería ir con él, porque ella mal metía.
No
pude sentir cariño por él, ni siquiera necesidad.
Y
con ella, sólo sentía serenidad.
Con
el tiempo, el se aburrió de mi “necedad, dijo” y la paz volvió a mi vida. Temía
que un día apareciera a llevarme con un papel o un guardia, como me había dicho
amenazante, pero no vino nunca más. Y desapareció.
Primero
de mi vida, despacio y con ruido.
Luego
de la de ella, más lentamente y con bramidos.
Luego
de la de los dos, definitivamente.
Y
ni siquiera cuando murió, lloré.
No
podía llorar por un hombre que no había querido y que no me había aportado
nada. Pero tampoco por el hombre que había amargado la historia de mi madre, o
al menos, lo había intentado. Me parecía mezquino e indeseable.
Yo
no quería odiarle, y quería perdonarle, tal y como mi madre me había enseñado,
pero no pude. Nunca pude.
Mi
madre no contó con que yo había vivido su historia, la historia violenta de mi
padre, en palabras y en recuerdos. Y que la violencia que le dedicó a mi madre,
no merecía más violencia, pero sí, un recuerdo imborrable. Al menos para que no
sucediera más.
Él
no sólo murió, también enfermó, más bien se desconectó de la vida y se quedó
solo. Todas las personas que lo esquilmaron en vida cuando tenía qué darles, lo
dejaron después solo para no recordar quien había sido. ¿Quién lo ayudó?, mi
madre, claro.
Y
yo no lo supe hasta el momento en que ella me lo contó. Ella volvió para
ayudarle, no quiso que estuviera solo como un perro. Se lo hubiera merecido,
pero ella que lo había perdonado, no podía permitir que muriera así.
Le
pagó quien le cuidara, quien lo atendiera. No quiso traerlo a casa, según me
dijo, desvariando y aislado, para que yo no sufriera. Yo había hecho mi duelo.
Él no sabía dónde estaba. Ella no le debía nada. Pero lo quiso así y así lo
hizo.
Lo
cuidó con afecto hasta su muerte. Y en su muerte, como en su vida, lo acompañó
y no permitió que vituperaran su memoria. Lo enterró con su familia. Y lo
olvidó para siempre. No le lloró, porque no tenía ya más que llorar.
Mi
padre desapareció completamente de nuestras vidas. Su recuerdo y su violencia.
Cuando
desapareció, cuando sus deudas nos cubrieron, trabajamos más que nunca. Ahora
teníamos que hacerlo para sobrevivir a una nueva indignidad, las deudas de
quien tanto daño nos hizo…..
Su
mezquindad nos había dejado deudores de su vida superficial.
Su
vida no había sido peor que su muerte. Sólo era una continuación, y teníamos
que enterrarlo.
Abrimos
un hoyo profundo y volcamos en él nuestra angustia, nuestra pena, nuestro asco,
nuestras confidencias, nuestro dolor. Tardamos unos meses en cerrarlo, en
apagar ese fuego doloroso.
Y
lo apagamos. Lo pagamos muy caro. Su vida y su muerte. Pero pudimos
desprendernos de todo, en su vida y en su muerte. Y cuando el vacío nos llegó,
la paz también.
Desde
entonces, ya no hablamos de él. Nunca más. Hasta ahora.
La
vida comenzó a ser placentera. Él no iba a volver, y ya no planeaba sobre
nuestras vidas. La ausencia permanente iba a resultar mejor que la temporal,
aquella que había sido parte de nuestra vida.
El
no estar aterrados por su sombra, dejó salir nuestra mejor creatividad, y
comenzó el ascenso, que ya no paró hasta su enfermedad.
Su
enfermedad que precedió a la muerte, pero su enfermedad, que nos dio la
oportunidad de conocer esa otra faceta oculta de cada uno.
El
abrirnos más el uno al otro, sin miedo y sin rabia, cuando ya todo lo que
temíamos no volvería, hizo que algunas confidencias afloraran.
Fue
cuando entendí el horror de su vida en común. Cuando entendí su valor. Cuando
creí en su amor, cuando entendí lo que era amor. Y cuando le hablé de lo que me
parecía bien y de lo que no, de lo que me gustaba de todo eso y lo que no.
Me
hubiera gustado que no se dejara someter, que hubiera plantado cara a la
situación, y no entendía cómo con su valor, no había tomado antes la decisión.
Tampoco
entendía que no dejara intervenir a su familia, que la hubiera apartado de su
vida.
No
entendía que se dejara someter por alguien tan miserable como mi padre.
No
entendía cómo soportó lo que soportó….
Y
ella dijo, yo quería ser princesa. Y creía que era un patito feo. El apareció y
fue mi príncipe soñado. Yo lo creía, yo lo soñé y era mi expectativa, y mi
necesidad. Y me contó su cuento, el de ella, la princesa perdida.
Erase una vez una princesa de 15
años que vivía en un mundo lleno de desilusión.
La princesa era preciosa, no era
una princesa cualquiera, y su belleza no era deslumbrante porque ella no quería
deslumbrar, ni siquiera quería ser princesa. Tenía una altura envidiable, unas
formas de mujer perfectas, un pelo lacio y sedoso, que llevaba siempre limpio y
arreglado, y una sonrisa que llenaba el tiempo, deteniéndolo.
La princesa era tímida pero ella no
lo sabía, la princesa se creía una don nadie porque no confiaba en su belleza,
la princesa era culta y no se lo creía, a veces hasta le daba vergüenza serlo,
la princesa callaba su angustia porque creía que no tenía nada que decir, la
princesa pensaba que no era guapa y que a nadie importaba, la princesa se
sentía infeliz porque no era como todas las demás princesas, ni siquiera era
como las demás que le rodeaban.
Ella veía como las damas de la
corte eran alegres, juguetonas y un poco casquivanas, y ella no podía ser como
ellas, no quería ser como ellas. Eso le llenaba de angustia y de dolor. Se
enfrentaba a su espejo particular y se veía de forma diferente a cómo la veían
los demás. Se veía diferente. Se veía fea y sin gracia, había perdido todo su
encanto.
La princesa se volvía cada día más
taciturna, no salía con las demás princesas, ni iba a fiestas porque o no la
dejaban ir a las que quería ir, o no le interesaban aquellas a las que podía
asistir.
La princesa no se interesaba por si
misma porque pensaba que no valía la pena. La princesa se creía que no era
popular, que no tenía éxito, que no era brillante, que no tenía encanto, que no
tenía glamur, ni talento especial.
Y había decidido exigirse más y
más, en todos los aspectos de su vida, para ser perfecta y agradar a los demás.
Comía de forma exigente para no perder su figura o para cuidar su salud, el
motivo era intrascendente, lo importante era la exigencia, era lo estricta que
podía llegar a ser consigo misma, para no sentir que su vida era un fracaso.
Con esa baja autoestima y ese
conflicto interior, parecía difícil que encontrara una salida que hubiera una
solución, pero la había…..
La princesa se hacía preguntas,
preguntas importantes, muy importantes, preguntas propias de su edad y su
condición.
Las preguntas se las hacía ella
sola. No compartía su inquietud con nadie porque se
sabía fuerte y autónoma.
Pero un día bajó la guardia, y dejó
que en su soledad entrara alguien….no era nadie cercano, no era nadie especial.
Una joven dama un día llegó a su lado y le preguntó por qué siempre parecía
perdida. ¿Perdida? Le preguntó, y la joven dama le explicó que la encontraba
perdida en su mundo, en sus pensamientos, que no atendía a los juegos ni a las
risas de los demás…
La princesa se quedó perpleja
porque esta joven dama tenía tres años menos que ella, ¡tres años! y aunque
participaba del grupo de jóvenes que iban juntos a todos lados, jamás se le
había acercado antes. No era como las demás, era seria y tranquila, sí, jugaba,
pero jugaba con tranquilidad y serenidad, se divertía, pero no volvía locos a
los criados, como las otras. Era simplemente diferente.
Cuando la princesa se repuso, se
conmovió de la bondad y serenidad de la joven dama y le abrió su corazón. No
sabía bien por qué, posiblemente porque ya estaba harta de fingir lo que no
era, pero lo cierto es que lo hizo y se encontró aliviada, pero lo que más le
sorprendió fue la respuesta de la joven.
La joven le dijo, no sé princesa
muy bien de qué me habláis, soy demasiado niña para saber de todo eso, pero si
sé quién sí puede ayudaros. Eso me vendrá
muy bien también a mí en su momento. Y la princesa, aún sorprendida,
accedió a dejarse ayudar.
Quedaron en ir al bosque las dos.
Se pondrían las capuchas para no ser reconocidas, y las botas de montaña para
no estropear sus bellos zapatos.
A las 5 de la mañana partieron las
dos. La princesa muerta de curiosidad y la joven muerta de miedo, porque sabía
que si las descubrían, perdería el privilegio de servir en la corte.
Caminaron por espacio de tres
horas, hasta llegar a una choza
mugrienta donde habitaba una mujer llena de harapos.
La joven se adelantó y presentó a
la princesa diciendo “esta es la princesa de la que te hablé, vieja señora”.
El olor de la choza era desconocido para la princesa que jamás
había salido de palacio donde el olor más disonante era el de la comida.
La choza olía a humo y a
desesperación…..pero irradiaba tranquilidad y sosiego.
La princesa estaba tranquila, la
joven sin embargo, expectante, observando la reacción de su princesa…..y la
mujer llena de harapos habló: hola princesa, dijo, me gustaría saber en qué te
puedo ayudar.
Y la princesa le contó que se
sentía perdida, que no sabía bien quién era, que no se encontraba a gusto
consigo misma, ni con su cuerpo, ni con sus habilidades, que le parecían
escasas, ni con sus sentimientos, ni con la imagen que daba a los demás….y se
vació. Contó todo lo que le había atormentado, lo contó de golpe, sin parar, y
se sintió bien.
La mujer insistió diciéndole que no
sabía en qué la podría ayudar, y la princesa le dijo que necesitaba respuestas,
para poder crecer en paz, y dejar de sentirse sola y perdida.
La mujer le preguntó entonces si
aquella joven dama que la acompañaba no era su amiga, y la princesa le dijo que
sí, pero que aún a pesar de esa amistad, se sentía sola. No era nada personal
con la joven dama, era agradable y le acompañaba, pero no le llenaba su
soledad.
La mujer siguió preguntando que a
qué se debía sentirse sola en compañía de los demás, que qué cosas hacía cuando
estaba en compañía de los demás.
La princesa le contó que cuando
estaba con la joven dama, bailaba, y leía, que se reían juntas y se comentaban
sus más íntimos secretos, que las tardes se le hacían muy cortas, y que cuando
se retiraba a sus aposentos, se alegraba de contar con la amistad de aquella
joven dama, pero que existían otras damas, “las arpías” que no dejaban de
meterse con la joven dama o de amargarle la tarde a la princesa, y que se reían
de ellas porque no conseguían tener aventuras con ningún joven, ni príncipe ni
vasallo, ni la princesa, ni la joven dama.
La mujer le interrogó sobre cómo se
sentía y la princesa contestó que le asustaba un poco la idea de no haber
sentido amor o pasión por ningún príncipe, porque ella quería casarse
enamorada, aunque sabía que le habían concertado una boda con un príncipe de su
edad y nobleza. También le contó que su joven dama, no tenía aventuras porque aún
era muy jovencita, y que siempre estaba acompañando a la princesa. Le confesó
que el veneno de las damas arpías, no estaba mucho en sus entrañas, porque
cuando se quedaban solas, las dos, se reían de la superficialidad de esas damas
que no tenían otra cosa que hacer que
amargar la vida de los demás.
La princesa siguió hablando de lo
que entonces hacían las dos, se disfrazaban de una u otra dama arpía y las
ridiculizaban. Cuando les hacía falta, cosían un disfraz que las convirtiera con
más acierto en cada una de esas arpías que ridiculizaban. Si lo necesitaban
dibujaban, bien en papel, bien en lienzo, para dejar la evidencia de su burla.
No se sentían felices de lo que hacían pero si se sentían aliviadas. Sentían
alivio, porque esas pequeñas alimañas, les hacían daño. No creía que lo
hicieran a propósito, pero les mortificaban y mucho.
La señora preguntó asombrada cómo
siendo ella la princesa no las despedía y cambiaba por otras, más de su agrado,
y la princesa sorprendida dijo que no podía, que era su destino y que tenía que
aprender a convivir con ellas porque ella era una princesa y tenía que superar
ese reto. Las damas eran tontas, no malvadas, y les decían lo que les decían,
porque ellas dos, no cumplían con el modelo establecido por la sociedad de la
corte, y eran mucho más sanas y alegres, que las arpías, por eso las pinchaban,
para mortificarlas y conseguir que fueran como ellas, todas iguales, para poder
chismorrear de lo mismo y poder sentirse iguales a ellas, a la princesa y a la
joven dama, pero sobre todo a la princesa, que era su señora.
La princesa miró de pronto
sorprendida a la joven dama y le dijo: ¡caramba, hasta ahora no lo había visto
así!, y la joven dama le sonrió tiernamente.
La mujer advirtió que la princesa
había ganado en confianza, y quiso seguir preguntándole por las cosas que había
aprendido con la joven dama: ¿no habéis dicho, princesa, que bailabais con la
joven dama?. Oh si, dijo la princesa, me ha enseñado el baile de la corte en
todas sus versiones, y gracias a ella ya no equivoco los pasos, ni el ritmo y
puedo bailar toda la noche en las fiestas. También hemos practicado la lectura
en distintos idiomas, y practicamos la conversación en diferentes lenguas.
Hemos cosido cojines y brocados, de tanta dificultad, que mi madre la reina se
quedo sorprendida por su confección. También dibujamos un cuadro que ocupaba
toda una pared, con los motivos de nuestros juegos, allí aparecían, las arpías,
nuestros bailes, nuestros rezos, nuestras risas…todo. Los disfraces que conté
antes, los adornábamos con peinados de gran dificultad que nos ayudaban en las
escenas que inventábamos, y en alguna ocasión, en un gran pergamino escribimos
esas escenas, para no olvidarlas jamás. Las escondimos, eso sí, para que nadie
pudiera encontrarlas. Nos divertimos mucho. Pero lo más importante, eran
nuestras confidencias, hablamos y hablamos hasta el amanecer………
La princesa se quedó callada, pero
no parecía triste, ni cansada, tan sólo parecía recordar…..y la mujer después
de un corto espacio de tiempo le preguntó de qué hablaban en esas veladas
interminables…..y la princesa mirando a la joven dama que sonreía, le contó que
a veces se ponían frente al espejo, y se contemplaban diciéndose la una a la
otra lo que les gustaba o no de sí mismas. Que muchas veces la joven dama le
decía que no tenía por qué avergonzarse de su cuerpo, que era alta, fuerte,
guapa y estilizada, y que tenía un estado saludable que todas envidiaban, y se
reían, y que luego frente al espejo se despojaban de los ropajes y observaban
los cambios que habían tenido en sus cuerpos. Y comentaban los cambios internos
que habían acompañado a esos otros físicos, y que aunque tuvieran trastornos
pasajeros propios de mujeres que a veces les trastornaban más que otros, se
sentían bien. Y también comentaban cómo les afectaba a las emociones, como a
veces estaban contentas y a veces irritables, y que en todos esos cambios,
siempre había un espacio común para comentar cómo se sentían, y la comprensión
y confianza que existía entre las dos aumentaba más y más en esos ratos.
La señora le dejó hablar y hablar y
hablar, y la princesa habló de sentimientos encontrados con los varones que
conocía, habló de su matrimonio concertado, habló de su cuerpo agraciado, hablo
de su amistad con la joven dama, habló de la magnífica relación con su madre,
la reina, habló de cómo los demás la admiraban en las actividades que, como
princesa, tenía que asistir, habló de su capacidad para contar cuentos, para
escribir, para dibujar, para bordar, para pintar, para escuchar, para sentir,
para acompañar, para bailar…….y habló y habló sin parar, durante uno, dos, tres
días…..hasta que cayó agotada sin fuerzas y en aquella choza mugrienta, sobre
los harapos de aquella mujer desconocida hasta entonces, durmió y se recuperó
de todo aquel esfuerzo reconfortante mientras que cariñosa su joven dama la
cuidaba.
Ella no estaba agotada, ella había
nacido para servir a su señora, no sabía hacer otra cosa, ni nada le satisfacía
más que hacerlo. Le habían educado para ello, pero ella disfrutaba con lo que
hacía. No le parecía servil, le parecía que hacía lo que mejor sabía hacer.
La señora contemplaba sonriente
aquel cuadro de la princesa agotada y liberada de sus propias pesadillas y la
joven agradecida que cuidaba a su amiga a quien al mismo tiempo servía. Y sólo
cuando la joven cerró los ojos sonrientes y aceptó descansar también, ella, se
dispuso, en la olla llena de mugre, a hacer una sopa que calmara el hambre de
aquellas dos mujeres que tenía en frente. Sí, dijo bien, aquellas mujeres que
habían llegado siendo niñas llenas de incertidumbre y dormían como jóvenes
mujeres llenas de vida y de amistad.
Se despertaron casi a la par,
cuando la luz ya no permitía la oscuridad en aquella choza, olieron agradecidas
aquella sopa que la señora les había preparado, y la tomaron despacio y
agradecidas. Descansaron un poco más y decidieron marchar al palacio, de
vuelta. La princesa le dio las gracias a la mujer de los harapos, y le dijo,
jamás olvidaré cuanto habéis hecho por
mí, y la mujer sonriéndole le dijo: princesa, no he hecho nada, si te das
cuenta no he contestado ninguna de tus preguntas, la respuesta la has dado
siempre tú, porque la respuesta siempre está dentro de ti. Ni siquiera yo
existo realmente más allá de tu imaginación. Necesitabas oír en otros lo que ya
tú sabías. La princesa la miró sin entender lo que la mujer decía, y ella y la
joven dama se despidieron de la mujer con harapos.
Ambas jóvenes mujeres emprendieron
el camino de vuelta al palacio, pero antes quisieron dar un último saludo a la
señora, y cuando se volvieron apenas pasados 100 metros, el lugar parecía otro.
No había choza, no estaba la mujer, no había nada conocido. Se miraron.
Creyeron que se habían confundido y miraron a su alrededor, pero no dieron con
el lugar en el que hacía breves instantes habían estado. Se abrazaron, no por
miedo, sino por haber compartido aquella aventura. Ellas sabían que había sido
real, pero nada quedaba para poderlo compartir con los demás. Sería pues su
secreto. Un secreto lleno de ternura y que les había permitido creer en sí
mismas, y la princesa le dijo, joven dama, seré princesa primero y reina
después si me acompañas en esa aventura, mi amiga. Y las dos abrazadas
continuaron el camino hacia palacio.
Y
cuando terminó dijo: “yo era la princesa….Todas las mujeres creemos que debemos
ser princesas pero no es cierto que todas las mujeres tengamos que ser
princesas……eso es una mentira mantenida a través de los tiempos.
Entonces,
yo quería ser princesa y creí que tu padre sería ese príncipe soñado.
Cuando
se convirtió en rana, yo seguí besándole y creyendo que el príncipe volvería.
Pero no fue así.
Yo
sólo quería mi marido para compartir su vida. Mi compañero para compartir los
momentos. Mi pareja para vivir los instantes. Mi amigo para llorar juntos. Mi
amor para calmar mi necesidad.
Cuando
entendí que todo partía de mi misma, ya era tarde para olvidar que siempre lo
había buscado a él. Ya estaba sometida. Ya había perdido mi identidad. Era sólo
la mujer de, la madre de. Y tenía que ser yo. La mujer. No la madre. No la
esposa. No la compañera. Sólo yo.
Y
en ese preciso instante. Apareció tu voz. Tierna, dulce e infantil.
Y
me desperté….”
Pensé
en cuando le decía ¡despierta mamá!, a primera hora de la mañana y en ese
momento que ella relataba. Ella siempre lo recordaba como el despertar de un
sueño, su sueño imposible, y me correspondía a mí ¿el honor? de haberla
despertado.
EL
FINAL
Y
hoy te enterrado. He enterrado tu dolor, y tu recuerdo. Y hoy todo, al fin ha
acabado como querías.
Te
he dado un beso, y te he dicho “despierta mamá”, como aquella vez que te abrí
los ojos a la realidad, como aquellas mañanas que quería que jugaras conmigo. Y
no los abriste mamá. Porque tus ojos, ya
no se abrirían más.
Sin
embargo, esos mismos ojos, permanecerán en mí, y cada vez que abra los ojos
cada día, veré lo que tú verías, lo que
tú me has enseñado. A vivir, mamá, a vivir.
Sé
que toda tu vida has vivido la vida de los demás, y que sobre todo, has vivido
la mía, y la has vivido conmigo.
Lo
sé y te lo agradezco mamá.
No
sería igual, si tú hubieras sido diferente, no hubiera sido igual, si me
hubiera tocado vivir otra vida, mamá.
Por
eso hoy, al final, estoy contento mamá. Contento de haber vivido lo vivido, y
contento de haberlo vivido contigo, mamá.
Sé
que papá, era así y tenía que ser así, y sé que si no hubiera sido así, mi vida
tampoco lo sería. Es difícil aceptarlo, pero lo acepto mamá.
Tu
sueño mamá se cumplió. Tu vida mamá, no fue estéril.
Sembraste
la vida, en mí y en lo que hacías. Y aunque estuviste años escondida en tus
problemas, esos años te sirvieron de impulso para caminar, y llegar a dónde
llegaste.
Yo
mamá, te serví de excusa para cumplir tu verdadero sueño, ser tú misma.
Creíste
que lo hacías por mí, pero lo hiciste por ti misma.
Con
los años lo entendí mamá.
Con
los años se lo haré entender a él.
No
sé por qué no quisiste esperar a verle crecer. Me dijiste que yo sería un buen
padre, y que le enseñaría lo que tú me enseñaste a mí. Pero yo hubiera querido
que te conociera y que viviera al lado de una persona excepcional que le
enseñara lo que me enseñó a mí.
Pero
a lo mejor tienes razón. No podría ser lo mismo. Mi vida es mi vida. La de él,
otra vida diferente. Tú te has ido y tendré que educarlo con su madre. Pero tú
tendrás tu parte importante en esta educación.
No
sólo por lo que yo pueda enseñarle, si no por lo que él pueda leerte.
Cuando
sea mayor, dejaré que lea lo que me regalaste, y lo que hoy te regalo a ti: mi
memoria y mi respeto.
Ese
pequeño conocerá las historias de sus abuelos y la de su padre, y elegirá qué
pensar de cada uno, tal y cómo me enseñaste, mamá.
Tú
mamá lo verás crecer, y serás su verdadero ángel.
Sé
que velarás para que todo vaya bien. Y sé que estarás orgullosa de lo que será.
Y
en su historia, tú tendrás tu parte.
EPILOGO
Todo
hijo tiene una madre maravillosa. Sin duda.
Mi
madre no sólo fue una madre excepcional. Mi madre fue mi madre y mi padre.
Ella
sacrificó lo que otras no hicieron, para criarme.
Ella
me dio su tiempo y su amor.
Ella
me enseño y me guió por los principios de la vida, y me dejó en libertad para
que volara.
Ella
me sirvió de refugio. Jamás me pidió nada a cambio.
Ella
será el ejemplo que debo enseñar. Su niño en mi niño, y así sucesivamente.
Mi
madre no debió morir. Sé que esto es egoísta, pero es también real.
También
sé que es lo que quería. No porque estuviera cansada de vivir. Estaba cansada
de morir. Morir cada día un poco a su soledad y a su dolor. A pesar de su
vitalidad y su bondad. Ella quería morir, porque ya había vivido su vida
suficientemente. Y al llegar su hora, irse tranquilamente.
Ya
tuvo silencio en su sufrimiento, y tuvo silencio en su huida. Y en ambos creció
como mujer.
Esta
mujer símbolo de todas las mujeres, del sufrimiento y del tesón, del valor y
del amor, no pudo ser mejor o hacerlo mejor. Fue simplemente única.
Cuando
leo esto pienso que todos los hijos pensarán lo mismo, y que todos tendrán una
madre igual o la sentirán igual Y así es.
Con
un sufrimiento sentido o no, toda mujer, toda madre, tiene que superar los
escollos propios de su condición y su misión, para ser ella.
Con
todos sus silencios, las madres contribuyen a una vida más tranquila y pausada.
Todas
las madres sacrifican parte de sus vidas por las vidas de los otros.
Ellas
no lo reconocen, porque lo hacen con naturalidad. Así han sido educadas o así
lo han aprendido.
Ellas
nacen con la dotación genética suficiente para ser las matriarcas.
Ellas
saben que lo mejor de su vida es ser
ellas mismas y enseñar a los demás a través de sus vivencias.
Por
eso entendería que todo hijo creyera que esta madre es la suya.
Por
eso hoy le digo a todas las mujeres: ¡despierta mamá!.
Es
mi homenaje, y es mi forma de respetarlas.
PRIMERA
PARTE: DEL SUEÑO A LA REALIDAD. La madre cuenta.
1. DESPIERTA
MAMA. Página 3
2. EL
PARQUE. Página 11
3. EL
SUEÑO Y LA REALIDAD. Página 15
4. EL
SUEÑO. Página 19
5. LA
REALIDAD. Página 27
6. VUELTA
A CASA. Página 35
7. EL
BAÑO. Página 47
8. EN
RUTA. Página 50
9. LA
CENA. Página 52
10. LA
NOCHE LA PENUMBRA, LALUZ. Página 58
SEGUNDA
PARTE: DE LA REALIDAD AL SUEÑO. El hijo recuerda y describe
1. LA
MUERTE. Página 61
2. LA
ENFERMEDAD. Página 66
3. EL
AMOR. Página 73
a. LA
MAGIA. Página 75
4. LA
DUREZA. Página 81
5. MI
MADRE. Página 84
6. LA
ELECCION. Página 87
7. LA
PAREJA. Página 90
8. EL
SUFRIMIENTO. Página 96
9. LA
SOLUCION. Página 99
10. EL
DESENLACE. Página 108
11. EL
ÚLTIMO CUENTO. . Página 110
12. EL
FINAL. Página 127
EPILOGO.
Página 129
INDICE.
Página 131
Gracias
por leerlo.